En la cocina de lo que (nos) pasa

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Fuente de la fotografía: Wikimedia Commons

Hay algo ‒muy grande, muy inabarcable‒ que me gustaría poder contar en toda su intensidad. Pero es algo tan líquido, tan poroso, tan elástico, expansivo, transparente, disperso, intangible y multiforme que cuesta describir en unos cuantos párrafos.

Hablo de aprendizajes. De lo que ocurre cuando nos juntamos alrededor de una inquietud común y le damos forma, la intervenimos, la tocamos a muchas manos y hasta la desviamos de ruta por senderos inimaginables. Hablo del escalón que hay entre el inicio de un proyecto colectivo y su fin: una brecha no muy iluminada, habitualmente poco contada… donde se cuece la vida. Me refiero a las experiencias durante las cuales se dan aprendizajes comunes y se generan enseñanzas de código abierto y compartido. Aprendizajes que cambian las maneras de acceder al conocimiento y a la formación, tanto individual como colectiva. Cocinas permanentes de experimentos y aleaciones, donde lo que más importa no es su fin, sino cómo y entre quiénes se hace.

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El campo de cebada en La Latina, Madrid

Ocurre en los huertos colectivos, como el de Benimaclet. También sucede en los centros sociales autogestionados como, por ejemplo, en La Casa Invisible o en los hacklabs, los centros okupas, las redes de consumo colaborativo… Son nuevas «cocinas» donde lo que importa es ese hacer entre todos y donde se producen transformaciones compartidas, expresivas y con huella: aprendizajes, modos de pensamiento, producción e intervención que son innovadores.

Ocurren a menudo en lugares y tiempos paralelos: en la Red a la vez que en las calles, en las aulas, en los huertos, en las plazas, y en lugares híbridos que se componen de todo lo anterior. Estos dos mundos por los que transitamos se retroalimentan, siendo muchas veces uno solo, un entorno que se funde en realidades complejas y enriquecedoras.

Un ejemplo de esta manera tan mestiza de proceder puede ser El Campo de Cebada (otro caso, entre muchos). Es un solar de 2.500 m² en el centro de Madrid gestionado por los vecinos del barrio de La Latina desde 2011. La organización del espacio es asamblearia y en él convive un huerto, talleres de mobiliario urbano, cine, una universidad popular, artes escénicas, deporte… y problemas: fricciones cotidianas del devenir de la vida, el barrio, la calle y la Red. Esta experiencia fue reconocida con el prestigioso premio de las artes y la innovación tecnológica Golden Nica del festival Ars Electrónica (Linz, Austria) en la categoría de ‘comunidad digital’ en 2013. Este reconocimiento no es ni de lejos lo más importante de lo que allí sucede y tal vez ha sido mediatizado en exceso, pero viene al caso mencionarlo. Lo leiste bien: se galardonó la condición digital de Campo de la Cebada. Así, lo que en apariencia es un solar, una plaza, un huerto y un lugar de encuentro, multiplica su vibración por las redes digitales sin dejar de ser una experiencia barrial. Es otro caso más entre los muchos que evocan la creciente dificultan para delindar los mundos de la red y de la calle.

Podríamos nombrar, sólo en el centro de Madrid, el Patio Maravillas, Esta Es Una Plaza, La Morada… Los factores que hacen porosas y mestizas las dimensiones 1.0 y 2.0 del entorno que habitamos forman parte de la multidefinición permanente y mutante de estas cocinas de lo común.

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Actividades en Patio Maravillas, Esto es una Plaza y La Morada

A lo largo de más de un año, La Aventura de Aprender (LADA) nos ha dejado entrever mediante decenas de clips y entrevistas que cada proyecto, cada experiencia y cada manera de investigar sobre lo común está inmersa en aprendizajes del cómo hacer que contribuyen a un paradigma de conocimiento al que no estábamos acostumbrados. Sabemos que no es nuevo, pero había que  (re)descubrirlo.

Cala la idea (la experiencia) de que la educación formal en el aula que transmite saberes de forma lineal no es una panacea. Como complemento, le damos valor al aprendizaje basado en la experimentación en común, a lo experiencial, a aquello que hacemos entre todas. Reflexionamos sobre la forma consumista y pasiva a la que acostumbramos habitar nuestras ciudades y dirigimos la atención a ocupaciones constructivas y propositivas del espacio urbano llevadas a cabo por comunidades, atravesadas por sus problemas singulares y pensadas en favor de las personas.

Nos cuestionamos sobre maneras de consumir más próximas, cuidadas, ecológicas y sostenibles. Ponemos en valor el saber rural, las tradiciones culturales locales ‒durante tanto tiempo denostadas desde los centros urbanos‒ y cuestionamos la tan aplaudida como denostada globalización. En definitiva, retornamos a lo micro, a lo diverso y a lo singular. Tenemos el valor de reconocer abiertamente que nuestras grandes ciudades son entornos provisionales, precarios y absolutamente dependientes de pautas de vida y consumo que se escapan de nuestra voluntad. Con la boca cada vez más llena, declaramos nuestros cuerpos interdependientes y reconocemos nuestra propia vulnerabilidad. Transitamos (cada quién a su ritmo) del pudor de hablar de lo personal a la potencia política que se activa cuando se pone la intimidad en el centro.

Pero, ¿qué tienen en común todas estas experiencias? A priori parecen muy diferentes las prácticas de un colectivo que reutiliza elementos de señalización vial para resignificarlos de las que se movilizan en una fábrica de cerveza artesana. ¿Se pueden equiparar los cuidados de un huerto urbano con los que reclama una cooperativa que hace chapas y otros productos de merchandising? Sí, sus labores y propósitos son distintos, pero de alguna manera todas quieren hacer común, y comparten el código y los valores que regulan las prácticas de hacer para el común.

Tal vez si todas las experiencias siguieran pautas homogéneas de manual no tendríamos más remedio que recoger los restos de este texto en un hatillo y escribir otro que hablara de fracaso. Las peculiaridades infinitas de cada práctica vienen marcadas por la realidad particular más local y más próxima, así como por engranajes precarios de sostenibilidad económica y de cuidados… de vida. Sin embargo, las características compartidas que asoman nos permiten trazar una serie de afinidades.

Los aprendizajes de los que hablamos creen en el valor de copiar y de permitir ser copiados. Tienen la convicción profunda de que nada de lo que se nos ocurra crear es una idea original y que todo proceso de creación bebe de fuentes y obras previas. Provendrá de herencias culturales previas, de saberes heredados y de formas de hacer de las que nos apropiamos el código. Hilado con lo anterior, estas experiencias creen en la remezcla y la practican «porque las ideas crecen y mejoran si se comparten», me dicen que dijo Robocicla.

Se consideran a sí mismos abiertos y establecen prácticas relativamente abiertas. Esto quiere decir que en mayor o menor medida activan dispositivos de colaboración con otros proyectos y están dispuestos a que otras personas transiten temporal o permanentemente por su cauce, incluso para ser modificados. Esta convicción implica liberar su código para que otras puedan utilizarlo, modificarlo o mejorarlo.

Defienden un modo horizontal de relación interpersonal. La horizontalidad (tantas veces nombrada) no es rasa. Es algo más como una onda, una continuidad con altos y bajos de energía, participación y disposición que plantea dos cuestiones. Por una parte, desmontar estructuras jerárquicas y verticales donde cada quién se subordina a otro con más privilegios, poder y autoridad. Esto no ocurre de la noche a la mañana y de ahí que muchos colectivos que se llaman a sí mismos horizontales, en la práctica lo sean menos. Por otro lado introduce posibilidades potentes derivadas de que, si cada individuo ocupa una posición igual a la de su par, la acreditación de saberes y aptitudes (la titulitis) queda en segundo plano. Nos valoramos por quienes somos y las habilidades aportadas en cada momento en lugar de ser juzgados por el volumen y el «diseño» de nuestro currículum.

En estas cocinas construidas en base a lo experiencial no son extraños los prototipos que convierten a quienes los construyen en problematizadores del espacio y de los objetos con los que interactuamos. Esto implica que ciertos ámbitos, sobre todo relacionados con la ciencia y la tecnología, habitualmente limitados a «expertos» y privilegiados, están abiertos a que cualquier persona pueda intervenir. Los prototipos son compatibles con la pluralidad espistémica y la diversidad cultural. O, en otros términos, hacemos prototipos para no hacer teorías: ponemos las ideas al alcance de las manos, para no subirlas hasta las estrellas. Se descubre así una ventana a la práctica, producción y transmisión de ciencia ciudadana.

Todo lo anterior explica que estos laboratorios ciudadanos a los que nos referimos no ponen en valor el crecimiento y el éxito como fin, sino la experiencia del buen vivir y el arte de una sostenibilidad mutantes.

 Lo coyuntural y lo transformador

Estos aprendizajes crean valor por su capacidad para hacer en común. En tiempos donde las palabras «innovar» o «emprender» están sobrerrepresentadas y suenan huecas de contenido, son las experiencias de creación colectiva las que realmente agregan valor al capital simbólico de la transformación. En medio de esta crisis de palabras que nos envuelve, parece que son estas prácticas y no las que prometen éxitos y riquezas las que nos ayudan a construir un vocabulario propio, a nombrar(nos) las transiciones y mutaciones que nos afectan. Las narraciones colectivas son las que apuntalan entornos expansivos de bienestar común.

Algunas experiencias son efímeras, temporales y transitorias mientras que otras son apuestas de modelo de vida, trabajo y sustento, pero todos forman parte de un poso de saberes comunes, de capas que construyen un hacer común en el tiempo. La sostenibilidad de los mismos suele ser precaria, y no sólo económicamente hablando. En la mayoría de las ocasiones quienes creen en estos proyectos acaban hipertrabajando, precarizando todos los ámbitos de su vida, incluso dedicando tiempo limitado a la reflexión.

Acostumbrados al cortoplacismo, a la inmediatez y al tending topic, a menudo nos olvidamos de trazar y documentar los procesos y de pensar con la mirada en el futuro. Para que el hacer común se mantenga, sea nido de futuros aprendizajes y garantice acceso, participación y difusión hay unas responsabilidades mínimas de sostenimiento de recursos que debería corresponder al sector público. Bibliotecas, centros de estudio, laboratorios de investigación, escuelas, museos, becas, apoyos. Pero también infraestructuras públicas básicas, dotadas de herramientas abiertas para la creación que conjuguen algunas de las características anteriores y a la vez sostengan, sean incubadoras y den cobijo.

Lo innovador ¿era esto?

Vivimos tiempos azarosos de alteraciones, de paradigmas y consensos agrietados que dan lugar a nuevas formas de hacer, aprender, investigar, crear y trabajar. Intentamos desprendernos de hábitos individuales, corporativos y competitivos y (re)aprender diálogos y códigos a los que no estábamos acostumbrados. En este aprendizaje (que para muchas de nosotras es fresco, es nuevo), a menudo creemos que estamos inventando la rueda cuando lo que hacemos en realidad es redescubrir cómo rodarla. Asambleas, toma de decisiones colectiva, cooperativismo: no es muy diferente en el fondo de las prácticas rurales tradicionales ni de la experiencia de asociaciones vecinales en las periferias urbanas a finales de los años sesenta y principios de los setenta o la historia del movimiento obrero de finales del siglo XIX y principios del XX.

A menudo las narraciones de los aprendizajes colectivos actuales adoptan lenguajes que, aunque necesarios en planos académicos, se distancian del hacer del día a día, de la calle, de los conflictos coyunturales, de la realidad. La brecha entre práctica y relato frecuentemente es insalvable y crea, irremediablemente, jerarquías entre quienes sí pueden participar del discurso y los excluidos.

Quienes sostienen comunidades de aprendizaje valiosas (un huerto, un centro social, una cooperativa de productos agroecológicos, un proyecto de arquitectura sostenible, etc) suelen desdoblar las 24 horas del día en varias jornadas de trabajo: una para lograr un sustento económico personal mínimo, otra para cuidar a su entorno dependiente más próximo y otra para aportar al proyecto común.

Con frecuencia la realidad va tan de prisa que no deja espacio para documentar de la mejor manera posible las experiencias. Si pensamos que lo que queda de las comunidades tras sus prácticas es finalmente su archivo ¿cómo vamos a contar dentro de diez años lo que vivimos hoy si no tenemos hábito de documentación, cartografía, mapeo y archivo?

Estas tres últimas cuestiones (lenguaje, sustento material y archivo documental) son parte de la clave para una sostenibilidad real de las cocinas colectivos actuales. Y no, aquí no está la solución, sino una hipótesis para pensar cómo hacer estas experiencias más compartidas, más abiertas, más replicables, más transformadoras…

Como no tenemos una respuesta (ni buscamos una sola respuesta), de momento tenemos mucha gente de la que seguir aprendiendo: pienso en Goteo, una plataforma de financiación colectiva que va más allá de recaudar dinero: propone la colaboración distribuida y el retorno al común del saber producido mediante la utilización de licencias abiertas. En Nociones Comunes, un proyecto de formación política desde una perspectiva crítica que graba y distribuye en la Red todas las intervenciones, generando un archivo libre  documentado y que invita a visitarlo. O en Guerrilla Translation, un colectivo p2p de traducción (de inglés a español y viceversa) que crea nexos entre comunidades que no hablan el mismo idioma y comparte ideas valiosas para el procumún. También en monedas sociales locales, como la Red de Moneda Social Puma, que establecen otros criterios ajenos a lo estrictamente monetario en cuanto a intercambios se refiere. También en  Guifi.net, una red de telecomunicaciones ciudadana, libre y neutral. Y en O Monte é Noso, una comunidad de personas vinculadas al ámbito rural gallego preocupadas por la preservación y recuperación del carácter procomún de su entorno.

Tal vez si logramos cogerle el punto a estos tres fuegos: el archivo, el lenguaje y lo material hallemos caminos que nos guíen hacia modelos más sostenibles, menos precarios y más disfrutones.

Tal vez así seamos capaces de (re)ingresar juntos a un modo de aprendizaje de intercambio. Tal vez seamos más conscientes para preguntar(nos) si lo importante de todo esto son precisamente los procesos o si estos son en realidad herramientas para un mayor empoderamiento personal, autonomía colectiva y mejora de la vida en común.

Carmen Lozano Bright
@carmenlozano

Kitchen vs. Lab

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Counter-Space. Design+modern kitchen. MOMA, 2011. Kitchens in film. The Beloved Brat1938. USA. Directed by Arthur Lubin

Todo el mundo quiere un Lab. Los hay para todas las culturas y de todos los colores. Laboratorios científicos, industriales, de diseño o ciudadanos. Y junto a ellos todos los imaginarios que quieren hacer de la ciudad, la empresa o el aula un laboratorio vivo. Así las cosas, no es extraño que muchos vean en Bruno Latour a un profeta:  “Dadme un laboratorio –afirmaba en 1983- y moveré el mundo”.  ¿De verdad vamos a meter todos los problemas del mundo en un laboratorio? ¿Se pueden pensar todas las experiencias con las mimbres de la cultura experimental? El consenso que evocamos tiene que venir de algún sitio y servir a alguna causa.  Tanto consenso es aburrido y quizás peligroso. ¿Cómo se autoperciben los beatos del lab? La cháchara que parlotean es la de la cultura experimental, una especie de nueva tierra prometida.

Lo experimental parecería ser, como ya lo fue lo abierto y más recientemente lo transparente, el nuevo imperativo que modula nuestros imaginarios políticos.  Constituirse como un laboratorio doméstico, sin embargo, no va a librarnos de los muchos males que quiso anticipar Mary Shilley , o contra los que se movilizaron algunos de los integrantes de ese gran laboratorio industrial conocido como proyecto Manhattan.  En ambos casos fue evocada la pregunta sobre quién, cómo y dónde controlar el enorme poder que podían acumular los detentadores del Laboratorio.  Innovar, descubrir o experimentar, tomadas como acciones que suceden al margen de la sociedad que las alberga, no dejan de ser prácticas misteriosas (por inaccesibles y cerradas), cuyos actores no siempre está claro para quién trabajan ni al servicio de que propósitos. La lectura de Latour, además, deja claro que la figura histórica del laboratorio nace para suprimir por completo las fronteras entre el dentro y el fuera. La condición para que un laboratorio sea operativo es que sus miembros nunca salgan fuera, lo que significa que deben asumir el reto de hacer que el exterior sea abducido en su totalidad o, en otras palabras, que deben crear las condiciones necesarias para que las prácticas de laboratorio sean tan intrusivas como exclusivas, tan objetivas cono desarraigadas, tan abstractas como replicables. La profecía también podría haberse escrito de otra forma: dadme un laboratorio y ya nada será igual.

La cultura experimental, sin embargo, no cabe en el Laboratorio. Lo desborda. Por  eso la emergencia de nuevos espacios de sociabilidad menos severos, donde el rigor no espante la vida.  De todos esos espacios, ninguno es más antiguo que la cocina. Ninguno tampoco más frustrante si queremos verlo como la antigua fábrica de cautivas y la nueva factoría de feminidades. La cocina tiene muchas identidades: dispositivo de alimentar, corazón del hogar, prisión doméstica, espacio de sociabilidad y, desde luego,  laboratorio casero. La kitchen es un espacio plagado de máquinas y artefactos altamente tecnológicos. También es un espacio para hacer pruebas, innovar procedimientos, contrastar recetas y, en consecuencia, puede ser visto como un lugar donde desplegar modos de sociabilidad experimental y abierta. También es un espacio donde se despliegan formas particulares de vida en común que, en términos generales, habría que describir como menos discursivas que prácticas y más compartidas que reservadas.

La cocina es un lugar de encuentro informal, esporádico y hospitalario. La cocina es  el espacio amateur por antonomasia y, sin duda, un complemento del imprescindible  garaje, ese donde nació el rock y brotó la cultura del Silicon Valley. Aunque hay muchas máquinas accesibles y sofisticadas, sería exagerado ver la cocina como un ámbito dominado por la tecnología, porque sus usuarios se creen con el derecho a cambiar las reglas, las recetas, los tempos y las tradiciones. La cocina es un espacio hacker, dónde todo está al servicio del usuario y ningún diseño parece lo bastante inflexible como para no adaptarse a las demandas emergentes. Cuando hablamos de usabilidad de las tecnologías deberíamos pensar en las cocinas.

En la cocina se disuelven las fronteras de género, raza, edad o clase: la cocina parece al alcance de todos y no es probable que acabe siendo otro espacio dominado por los expertos. Esa nueva religión para gourmet que llamamos gastronomía cada día se aleja más del mundo de la cocina y se acerca más al de las industrias culturales, siempre dominadas por las modas, los tenores, los exquisitos y, cómo no, la excelencia. ¿Es la cocina un antecedente de la gastronomía? Creo que no.  Los grandes cocineros quieren la admiración de las amas de casa y de los maestros del perol, pero nunca lo conseguirán si cada día se alejan un poco más del anhelo principal que mueve la olla doméstica: dar de comer a la gente que quieres está en las antípodas de quien da de comer a quién lo puede pagar. La Glamcook es otra impostura neoliberal.

Si tuviera razón B. Latour y el mundo de la ciencia tuviera que discriminar entre, de una parte, los asuntos cuantificables, objetivos y probados, mientras que, complementaria o alternativamente,  estuviese obligado a discernir las cuestiones relacionadas con los intereses, las pasiones y los conflictos, entonces la kitchen sería el laboratorio de las matters of concern y no el de las matters of facts.  Al Lab vamos para establecer leyes, conceptos o pruebas basadas en evidencias, los llamados hechos, mientras que en la kitchen nadie entra buscando establecer principios, normas o demostraciones. La kitchen es el espacio donde intentar hacer cosas que favorezcan una vida compartida. Nadie en la cocina intenta asegurarse de que tiene razón o de que sus razones son incontestables, sino que más bien trata de experimentar con las posibilidades de una convivencia armoniosa. En la cocina poco importan las leyes del sabor o las reglas del color, la textura o el olfato. Si tenemos un comensal que no tolera o no aprecia algún ingrediente, pues se suprime. Lo que mueve a sus pobladores es ensanchar el mundo de la sociabilidad.

Lo ordinario en la cocina es lo común en la vida. En el laboratorio, lo normal es lo infrecuente, lo inusual o lo excepcional. Una comida, incluso la que es excepcional por sus ingredientes, procedimientos o comensales, es buena si nos hace felices mientras las compartimos. Los proyectos de laboratorio confinan con la verdad, mientras que los de la cocina limitan con la bondad.  Cuando todo funciona en una cocina, los comensales están menos preocupados por la replicabilidad de las recetas que por la cordialidad de las atmósferas.  Los porcentajes de proteínas y los niveles de azúcar o grasas pasan a segundo plano. Los elementos cuantificables son desplazados por los ingredientes inmateriales. La cultura es una gran conversación que se hace vibrante alrededor de una mesa de comensales (que no de plutócratas, siempre adictos al gesto gastronómico).  Hoy que cada río, cada enfermedad y cada dispositivo tiene una asociación para defenderlo, hoy que todos las matters of fact se han convertido en matters of concern, hoy cuando ya el laboratorio está desbordado, privatizado y vigilado, necesitamos buenas cocineras, menos bancos de pruebas y más tablas corridas, menos virtuosos del experimento y más trabajadores de la prueba. Los problemas son agudos y no hay que prepararse para una demostración sino para una negociación.

Contamos con muchos estudios -ver por ejemplo, a Deborath E. Harkness– que argumentan que el origen de la ciencia moderna está en la cocina y en la cultura experimental. La noción de laboratorio es más reciente y quienes han documentado su emergencia la datan en la segunda mitad del siglo XIX.  Es decir que el locus de la ciencia no es el laboratorio hasta fechas más recientes de lo que imaginamos. Sabemos que los laboratorios estaban en casa y que había mujeres en el ecosistema de la cultura experimental. Y sí, no aparecen en los relatos. Han sido sacadas de la escena. El espacio no ha sido descrito sino prescrito. Pero hay más, no sólo salieron de la escena algunos personajes sino que el propio espacio ha sido estigmatizado como un lugar culturalmente plebeyo, socialmente marginal, políticamente invisible y cognitivamente irrelevante.

Ahora que todo el mundo quiere un Lab y que pocas cosas son más cool que cocinar, en un momento donde algunas cocinas son laboratorios, quizás sea el momento de hacer el movimiento inverso y reclamar para la cultura experimental sus orígenes en la kitchen.  Una deriva que nos invita a cuestionar la figura del leader, la cultura del impacto, la función autorial y el culto a los hechos. Cocinar problemas seguirá siendo una práctica experimental, colaborativa, mediada, finalista y pública, pero además debiera ser hospitalaria, transparente y abierta (en beta), más atenta al paladar de los comensales que al halago de los pares, más conectada con los recursos vecinales que con  las metafísicas globales, tan sensible a los saberes profanos como a las recetas expertas y, por fin, comprometida con un lema fácil de recordar: hacer (el) bien.

Antonio Lafuente 
@alafuente