¿Necesita la ciencia ferias populares?

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IX Feria de la Ciencia de Madrid (abril, 2008)

Ahora que comienzan a proliferar los espacios maker y que ya nadie parece tener dudas sobre esta nueva deriva del sistema educativo y de innovación, recordé un texto que escribí hace seis años para reflexionar sobre otra urgencia del momento: las ferias de la ciencia. Muchos de los argumentos de entonces creo que siguen vigentes y merecen ser reconsiderados por quienes nos acompañen en el proyecto LADA.

En abril de 2008 se inauguró la IX Feria de la Ciencia de Madrid, un evento que logró congregar en tres días a más de cien mil visitantes. El ambiente era extraordinario y estaba dominado por gente joven, pues desde el principio se optó por un modelo de feria pensado para bachilleres y por profesores de enseñanza media. Se trataba, decía la folletería oficial, de movilizar la cantera y de insertar la ciencia entre las prácticas culturales ordinarias. Una operación que se veía ligada a la modernización del país y destinada a mejorar la imagen social de la ciencia y de los científicos.

El reto no era fácil, aunque su diseño se hizo con acierto, porque los hechos demuestran que los colegios son un público cautivo que garantiza el éxito, siempre que se mida en términos de audiencia. Había además muchas, variadas y convincentes declaraciones que demandaban a los científicos y a sus organizaciones salir de la torre de marfil y acercarse a las preocupaciones comunes. Ahora se les pide que sean eficientes o, en otros términos, que logren patentes y se inserten en el sistema productivo. Entonces, hace una década, se les reclamaba visibilidad, tanto para mejorar su impacto y reconocimiento en la comunidad científica internacional, como para desmontar los baluartes que les aislaban de la sociedad en su conjunto. La administración, la prensa y los mismos organismos públicos de investigación se pusieron a la tarea. Y hoy, con el esfuerzo de muchos, tenemos un reguero de eventos por todo el territorio nacional que celebran la ciencia. ¿Feria? ¿En qué sentido feria? ¿Es un mercado o es una fiesta? Creo que la IX Feria de la Ciencia de Madrid nos estaba convocando a una fiesta. ¿Fiesta? ¿Necesita la ciencia fiestas? ¿Qué se está festejando?

La inspiración para este artículo me llegó con la lectura de un conocido texto de Lévy-Leblond publicado en Alliage. El argumento es fácil de recrear. La imagen de la ciencia es ambigua, pues siendo indudable su contribución al desarrollo económico y al bienestar social, no es menos cierta su implicación en procesos tan poco píos como los de colonización, militarización, racialización o vivisección. Hiroshima, Chernóbil o Bhopal son hitos inolvidables, como también será duradera en el imaginario colectivo la memoria de las vacas locas, las dioxinas, el amianto o el DDT. Durante mucho tiempo las instituciones científicas han hecho todo tipo de piruetas dialécticas para minimizar el deterioro de su imagen pública. Desde afirmar que las conductas fraudulentas o perversas son excepcionales, hasta recurrir al viejo recurso de decir (disimular) que una cosa es la ciencia y otra sus aplicaciones.

Ambas estrategias pierden crédito, especialmente cuando se conoce que la ciencia ya es una empresa de unas dimensiones descomunales en donde, además de científicos, cada día son más influyentes los gestores de recursos financieros, de patentes o derechos de propiedad intelectual, de imagen corporativa y de personal. La consecuencia es que, en efecto, las instituciones científicas cada vez están más penetradas por el capital privado y, en consecuencia, por su modos de funcionamiento y, entre ellos, es inevitable hablar de la práctica del secreto, la mercantilización del saber (también el conectado a la salud y el medio ambiente) o la valoración de los descubrimientos según su cotización en bolsa. Hay empresas que invierten más en I+D que muchos estados. A su servicio, hay una constelación de oficinas de prensa, gabinetes jurídicos o think tanks que intentan influir en las políticas energéticas, alimentarias, sanitarias, de comunicación o seguridad y no siempre los ciudadanos saben a qué carta quedarse. Los gobiernos tampoco parecen muy ágiles en esta batalla por controlar la opinión pública. Hay mucha confusión y cada vez será más difícil separar la información de la opinión, el interés público del privado, la excelencia de la popularidad y los accidentes de los atentados.

Así las cosas, entre tanto problema por delimitar cada año llegaba la Feria de la Ciencia. Está muy bien que sepamos encontrar en el conocimiento el espectáculo de las maravillas y gozar con lo que de aventura hay en la exploración de lo nuevo, de lo distinto o de lo genuino. Sin duda, la pasión del saber merece una fiesta. Tampoco es un argumento menor el de quienes defienden la necesidad de buscar asuntos de mucho consenso, como la ciencia, para paliar de alguna manera la crisis de representación que padecen nuestras sociedades. Este razonamiento vale también para la oleada de ferias, fiestas o festivales de la música, el arte o el patrimonio. Nuestras ciudades no saben ya qué inventar. Y, desde luego, hay mucho negocio turístico alrededor de estas exultantes industrias culturales.

No es menos cierto, sin embargo, que pese a las muchas sospechas de mercantilización que merecen semejantes eventos, sigue habiendo en la música valores que favorecen la cohesión social. La música es un ejemplo que nos ayuda a entender lo mucho que le queda a la ciencia por recorrer para que las ferias se conviertan en fiestas. Todo el mundo sabe cantar, y nadie puede decir que no se ha involucrado en algún “Cumpleaños feliz” o en un “Asturias patria querida”. La música recorre todo el espectro social, desde el virtuoso anónimo al gran tenor, pasando por un baile de pueblo y la orquesta de chin-chin-pun, las nanas y el “We are the Champions”. La música es un asunto popular y plural, divertido y comercial. Todos los mundos caben en la música y, seguramente, en la literatura y en la pintura, pues nadie se escapará sin escribir o garabatear un papel.

La ciencia está lejos todavía de la gente. Los científicos se comportan como posesos, siempre celosos y vigilantes de quién usa y para qué su jerga. Si alguien “canta” mal es inmediatamente arrojado al pozo de los ignorantes, un pozo que nada tiene que ver con el pozo de Tales. Una conducta que tiene poco de divertida, y que más bien adopta los perfiles de lo profesoral, lo peripatético o lo fúnebre. Mientras la música es global y cercana, la ciencia sólo parece hablar lo universal y lo distante. ¿Saben hablar los científicos? ¿Podrían soportar una conversación sobre lo que (nos) pasa sin perder los nervios y quitarnos la palabra o, peor aún, todas las palabras? ¿Les somos necesarios o, simplemente, sólo funcionamos como gente a quien adoctrinar?

Lo peor de las Ferias de la ciencia no es que las instituciones las utilicen para hacer propaganda de sus actividades, tratando de evitar la pérdida de imagen que paulatinamente se va apoderando de los científicos. Lo peor no es que nos traten de analfabetos, como si fuéramos un terreno baldío que hay que arar y luego cultivar. Tampoco sabemos solfeo y, sin embargo, viene una soprano e interpreta su lieder sin quejarse de tener un público ignorante. Y es que la música, al fin y al cabo, habla de lo que nos pasa. Una interpretación no es sólo un acto de comunicación y de creación, sino también una negociación que involucra a todos los presentes, salvo quizás en los santuarios del virtuosismo.

Lo peor de la ferias es que confunden ciencia con descubrimientos. Sólo interesa lo último, lo más sexy y, a veces, hasta lo más raro. Las ferias de la ciencia son de triunfadores. Las grandes ideas, y los descubridores brillantes, las organizaciones ricas y los problemas mediáticos. ¿Dónde están lo amateurs y los activistas? ¿Qué se ofrece a las amas de casa, los rockeros y los alérgicos? ¿Cuál es la fiesta que se ha preparado para los que sufren de ansiedad, los que saben de pájaros o quienes crean el software libre? Hay muchos profesores, pero se ve poca presencia de los colectivos que, desde la ciencia y la experiencia, nos protegen de los abusos contra el medioambiente, la salud, la privacidad o la privatización alarmante de nuestras aguas, costas, calles o cultura.

No voy a decir que la Feria a la que aludo hubiese caído en manos de mercaderes: los expertos en marketing corporativo. He visto a muchos niños y muchachos con el brillo en los ojos de quienes saben gozar sabiendo. Pero como hay tanto listillo que sabe sacar partido de todo, nadie lamentaría que cada Feria tuviera un defensor de esa candidez amenazada -defensor de la nostalgia de (otra) ciencia-. Se puede decir que la feria no rompe del todo la condición de compartimento estanco reservado para los científicos. Los niños se disfrazan de científicos, pero no vemos a científicos disfrazados de legos, aún cuando con lo que saben se escriben unos cuantos papers y con lo que ignoran se hacen bibliotecas nacionales.

Ya voy a terminar. A las ferias de la ciencia de entonces y quizás también a las ferias makers de hoy les falta espesor cultural, histórico y cívico. Nadie se esfuerza en contar lo difícil que fue montar leyes estables, las polémicas que necesitó identificar las variables con las que encajar la realidad en un modelo. Parece que el medio ambiente siempre estuvo ahí, cuando el concepto mismo es un alarde de creación colectiva, distribuida e intergeneracional. Hay que ser más valiente en el tratamiento de los problemas que hay en la calle y mostrar que no son el capricho de unos arrebatados, sino una construcción social de la que es imposible separar las dimensiones políticas e ideológicas de las tecnológicas y comerciales. La ciencia no es una cosa de genios: es una empresa colectiva e histórica, con máquinas, operadores, inversores, comunicadores y abogados. Hay que hacer un gran esfuerzo para que el protagonismo excesivo que se concede a lo fácil (lo abstracto y lo brillante) se compense con lo complejo (lo local y lo incierto).

Seguramente pasarán años antes de que las ferias logren arraigarse en la urbe. Levy-Leblond habla de estos eventos como síntoma de un mal de culture, concepto que ayudó a popularizar un texto de Castoriadis, En mal de culture (Esprit, octubre de 1994), también publicado bajo el título La culture dans une societé démocratique. La ciencia que estaría frente al vértigo de ser otro recurso más con el que hacer negocios (como le pasa al arte o al deporte) puede estar despidiéndose de su origen ilustrado al servicio de lo público y en lucha contra la superstición. Nuestra sociedad entonces mira a la ciencia como si todavía quisiera ser símbolo de emancipación, autonomía, libertad y progreso. Cuando la ciencia sólo sea una forma más de institucionalizar los discursos dominantes (los que abanderan las corporaciones multinacionales), nuestra sociedad padecerá un agudo mal de culture del que deberíamos protegernos.

Antonio Lafuente
@alafuente

Los espacios en/de la ciencia

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Granada Science Park frente a Granada

 

Los manuales al uso se empeñan en contarnos que la ciencia es un episodio cerebral e individual y, cuando sus autores quieren meterse en algún vericueto, entonces hablan de una empresa social que sucede en recintos cerrados pero que embeben los valores dominantes del entorno que los acoge y generalmente los financia. Los manuales, en fin, se empeñan en un trampantojo inveterado: invisibilizar todos los actores presentes en la escena, desde los que hacen políticas y asignan recursos, hasta los que gestionan las finanzas, el personal, las comunicaciones, las computaciones, la propiedad intelectual o las relaciones con la prensa. Tampoco hay que olvidar toda la parafernalia que conforman las revistas, las editoriales, las titulaciones, las conmemoraciones, las auditorías y las convenciones. Porque algo tendrán que ver todas estas movilizaciones con lo que pasa en ciencia y lo que les pasa a los científicos. Y por mucho que se quiera medir el impacto de las publicaciones, conviene recordar que la ciencia no es una práctica literaria, como lo demuestran las muchas horas dedicadas por los investigadores a dar cursos, tutorizar alumnos, asistir a congresos, evaluar proyectos, asesorar organizaciones, formar equipos, recabar recursos y justificar proyectos. Sin embargo, insistimos, los manuales tienden a darle valor a los descubrimientos presentados en papers por científicos que actúan como autores, desdeñando así varias décadas de historiografía.

Pero todavía hay más reproches que hacerle a la forma simplista de presentar esa empresa histórica que llamamos ciencia. La modernidad eligió sus grandes perdedores  y entre ellos es inevitable hablar de los amateur y de las muchas formas de conocimiento profano que no lograron ganarse el reconocimiento debido. Las mujeres, los artesanos o los campesinos fueron depositarios de los muchos conocimientos necesarios para sostener la vida en común, desde los que tenían que ver con la salud y la alimentación, a los que fueron responsables de la construcción de puentes, canalización de regadíos o la metalurgia de los minerales, por no mencionar los injertos, los bordados y los brebajes.

Ninguna historia quiso reconocer que estos saberes también formaron parte del séquito de actores que hicieron posible el despliegue de la ciencia moderna. Hasta muy recientemente fue desdeñada la pregunta de dónde y con quién se hicieron los experimentos, como tampoco se dio valor a ninguna forma de intercambio intelectual que no se sustanciara en textos, lo que ha tenido como consecuencia el desprecio de algunos espacios decisivos del saber en el siglo XVII, como lo fueron los salones, los espectáculos, los jardines y las cocinas. Abunda una literatura que prueba la importancia decisiva de los coffee shops y del propio hogar para el despliegue de la cultura experimental. Ninguna investigación concebida para ensanchar el mundo de la ciencia e incluir definitivamente a los mal llamados actores secundarios ha defraudado a sus promotores. Siempre que lo intentan, los historiadores han descrito coreografías más plurales, coloridas y vibrantes. Recapitulemos: la historia de la ciencia es una impostura si no aparecen las máquinas, los amateurs, los gestores, las mujeres y los hogares.  Y, lo sabemos, deja de ser un relato creíble, ya lo decíamos, si no incluye los conocimientos profanos, locales y tácitos. Pero hay más.

Otro gran ausente de nuestras historias son los espacios de la ciencia. Los manuales han querido presentarlos como meros contenedores de instrumentos, personas y libros, ignorando que la expansión de la urbe siguió la expansión de la ciencia.  Nuestras ciudades parecen haber seguido un patrón secular: los ensanches de la ciudades son precedidos por la inauguración de edificios concebidos como infraestructuras al servicio de la ciencia. Así, muchos edificios científicos  surgen como heterotopías cuya singularidad estética, además de romper la monotonía urbana, predican otra manera de mirar el mundo, otra forma de organizar nuestras relaciones con el entorno material, natural o social. La ciudad se abre a nuevas arquitecturas y sus edificios acogen otros paisajes cognitivos. Sin duda, la ciencia es ubicua y parte sustantiva de nuestra experiencia de lo urbano y, como decíamos, de lo urbanístico.

Espacializar el conocimiento debería ser una objetivo siempre a la vista. No es asunto menor que muchos de los edificios a los que nos referimos fueron construcciones ad hoc, especializadas en el tipo muy singular de tareas. Los casos más obvios son los jardines y los observatorios, dos arquitecturas inconfundibles. El primero por su organización en cuadrículas, ya sea al servicio de funcionalidades curativas como industriales, ya sea como demostración del orden con que Linneo imaginaba en la naturaleza. Los observatorios también tienen una identidad muy marcada por la necesidad de ser instalaciones que deben abrir su cúpula para observar tránsitos por el meridiano. Cuando vemos hoy las instalaciones portentosas características de la Big Science, en el Colisionador de Hadrones del CERN, las excavaciones arqueológicas de Atapuerca, el Centro Nacional de Supercomputación Mare Nostrum o el archipiélago astronómico del Instituto de Astrofísica de Canarias en La Palma, se hace contundente un argumento cuyos precedentes históricos hay que buscarlos en las instalaciones hospitalarias, los museos de Historia Natural o los campus universitarios.

Es tan evidente esta conexión entre lo cognitivo y lo monumental, entre la munificencia real y el decoro urbano, entre la utilidad de la ciencia y la dignidad de la Monarquía, que sería imperdonable no dar un paso más: la arquitectura de la ciencia no sólo da cuenta de los vericuetos del saber, sino que también de los tentáculos del poder. Y el epicentro donde convergen los saberes y los poderes es la ciudad. Ésta parece ser la lógica que sustenta una forma nueva de hacer turismo urbano que consiste en pasear sus calles o recorrer sus museos de arte al encuentro de las muchas huellas, casi todas imperceptibles, con las que la ciencia ha dejado marcas perecederas de su presencia por doquier. Y no sólo estoy pensando en los nombres de algunas calles que nos recuerdan algunas deudas con el pasado, sino también las muchas vidas, inteligencias, prácticas y tecnologías necesarias para que cada día se encienda la luz cuando pulso el interruptor o para que desaparezcan sin rastro los residuos siempre que los tiro.

Nuestras ciudades, deberíamos recordarlo con más frecuencia, son un ensamblaje de actores, humanos y no humanos, como también de valores, no siempre inevitables y muchas veces caprichosos, interesados o impuestos, que las hacen posibles como el mayor ámbito de libertad, creatividad y responsabilidad jamás construido. Pasear la ciudad buscando los dispositivos que materializan la vida en común, inaugura otra forma de frasear la urbe que la hace inteligible, negociable y, en consecuencia, pública.

El conocimiento ocupa lugar. Pero es que además se hace desde algún sitio en donde se involucran cuerpos concretos, gestos documentables, problemas específicos, actores concernidos, anhelos necesarios y atmósferas propias. El conocimiento, como vienen explicándonos los estudios postcoloniales, los análisis feministas y las producciones queer, siempre es un conocimiento situado. La ciencia moderna debe su espectacular despliegue a su habilidad para reducir los problemas a pocas variables y así generalizar o, como dicen sus más ardientes beatos, universalizar.  Nadie discute su éxito, pero si sus contradicciones.  Pongamos algún ejemplo. Cada día está más claro que no todos los cuerpos son iguales y que cada vez estamos más lejos de viejas simplificaciones que presuponían que todos reaccionamos igual frente a los medicamentos o a las sustancias tóxicas que pululan por los alimentos, los cosméticos, los pesticidas, los detergentes o los tintes. Si alguno de nosotros tiene la desgracia de caer en minoría y formar parte de esos grupos que sufren una enfermedad civilizatoria, crónica, huérfana o medioambiental, entonces tendrá que buscar soluciones situadas, adaptadas a esta forma particular de padecer en este entorno, con estos hábitos y este preciso cuerpo. La biodiversidad también nos vale para pensar hasta qué punto su sostenibilidad sólo es posible involucrando los conocimientos locales, indígenas o campesinos.

No queremos extendernos demasiado en el argumento. Nos basta con haber introducido la preocupación de que no todos los conocimientos son desarraigables respecto de la comunidad que los sostuvo, el entorno que los hizo posibles o la cultura que los movilizó. En realidad, por motivos poscoloniales, posmodernos o poscríticos proliferan los académicos y los activistas que están convencidos de que nos movemos hacia un nuevo paradigma sociotécnico donde objetivar, desanclar, descontextualizar ya no será signo de progreso y eficiencia, sino síntoma de obsolescencia, rigidez y elitismo. Cada día será más apreciado el gesto de quien no se conforma con describir lo que pasa y optará por incorporar las narrativas de lo que nos pasa.

No es que se abandone el lenguaje de los hechos, sino que se da más valor al de las preocupaciones o, en los términos que le gustan a Bruno Latour, que habrá que suspender el antagonismo entre las matters of fact y las matters of concern. Si lo hacemos, si no nos revolvemos contra esta revuelta de los legos o, como la llama Isabel Stengers, si abrazamos las cosmopolíticas, es decir los abordajes inclusivos, plurales y situados, entonces acabaremos por admitir nuevas economías políticas del conocimiento profundamente situadas no sólo en el tiempo, sino también en el espacio. Este giro espacial, en consecuencia, hace del lugar un actor relevante que habrá que incluirlo en nuestro relato junto con los otros actores invisibilizados.

Antonio Lafuente
@alafuente

Kitchen vs. Lab

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Counter-Space. Design+modern kitchen. MOMA, 2011. Kitchens in film. The Beloved Brat1938. USA. Directed by Arthur Lubin

Todo el mundo quiere un Lab. Los hay para todas las culturas y de todos los colores. Laboratorios científicos, industriales, de diseño o ciudadanos. Y junto a ellos todos los imaginarios que quieren hacer de la ciudad, la empresa o el aula un laboratorio vivo. Así las cosas, no es extraño que muchos vean en Bruno Latour a un profeta:  “Dadme un laboratorio –afirmaba en 1983- y moveré el mundo”.  ¿De verdad vamos a meter todos los problemas del mundo en un laboratorio? ¿Se pueden pensar todas las experiencias con las mimbres de la cultura experimental? El consenso que evocamos tiene que venir de algún sitio y servir a alguna causa.  Tanto consenso es aburrido y quizás peligroso. ¿Cómo se autoperciben los beatos del lab? La cháchara que parlotean es la de la cultura experimental, una especie de nueva tierra prometida.

Lo experimental parecería ser, como ya lo fue lo abierto y más recientemente lo transparente, el nuevo imperativo que modula nuestros imaginarios políticos.  Constituirse como un laboratorio doméstico, sin embargo, no va a librarnos de los muchos males que quiso anticipar Mary Shilley , o contra los que se movilizaron algunos de los integrantes de ese gran laboratorio industrial conocido como proyecto Manhattan.  En ambos casos fue evocada la pregunta sobre quién, cómo y dónde controlar el enorme poder que podían acumular los detentadores del Laboratorio.  Innovar, descubrir o experimentar, tomadas como acciones que suceden al margen de la sociedad que las alberga, no dejan de ser prácticas misteriosas (por inaccesibles y cerradas), cuyos actores no siempre está claro para quién trabajan ni al servicio de que propósitos. La lectura de Latour, además, deja claro que la figura histórica del laboratorio nace para suprimir por completo las fronteras entre el dentro y el fuera. La condición para que un laboratorio sea operativo es que sus miembros nunca salgan fuera, lo que significa que deben asumir el reto de hacer que el exterior sea abducido en su totalidad o, en otras palabras, que deben crear las condiciones necesarias para que las prácticas de laboratorio sean tan intrusivas como exclusivas, tan objetivas cono desarraigadas, tan abstractas como replicables. La profecía también podría haberse escrito de otra forma: dadme un laboratorio y ya nada será igual.

La cultura experimental, sin embargo, no cabe en el Laboratorio. Lo desborda. Por  eso la emergencia de nuevos espacios de sociabilidad menos severos, donde el rigor no espante la vida.  De todos esos espacios, ninguno es más antiguo que la cocina. Ninguno tampoco más frustrante si queremos verlo como la antigua fábrica de cautivas y la nueva factoría de feminidades. La cocina tiene muchas identidades: dispositivo de alimentar, corazón del hogar, prisión doméstica, espacio de sociabilidad y, desde luego,  laboratorio casero. La kitchen es un espacio plagado de máquinas y artefactos altamente tecnológicos. También es un espacio para hacer pruebas, innovar procedimientos, contrastar recetas y, en consecuencia, puede ser visto como un lugar donde desplegar modos de sociabilidad experimental y abierta. También es un espacio donde se despliegan formas particulares de vida en común que, en términos generales, habría que describir como menos discursivas que prácticas y más compartidas que reservadas.

La cocina es un lugar de encuentro informal, esporádico y hospitalario. La cocina es  el espacio amateur por antonomasia y, sin duda, un complemento del imprescindible  garaje, ese donde nació el rock y brotó la cultura del Silicon Valley. Aunque hay muchas máquinas accesibles y sofisticadas, sería exagerado ver la cocina como un ámbito dominado por la tecnología, porque sus usuarios se creen con el derecho a cambiar las reglas, las recetas, los tempos y las tradiciones. La cocina es un espacio hacker, dónde todo está al servicio del usuario y ningún diseño parece lo bastante inflexible como para no adaptarse a las demandas emergentes. Cuando hablamos de usabilidad de las tecnologías deberíamos pensar en las cocinas.

En la cocina se disuelven las fronteras de género, raza, edad o clase: la cocina parece al alcance de todos y no es probable que acabe siendo otro espacio dominado por los expertos. Esa nueva religión para gourmet que llamamos gastronomía cada día se aleja más del mundo de la cocina y se acerca más al de las industrias culturales, siempre dominadas por las modas, los tenores, los exquisitos y, cómo no, la excelencia. ¿Es la cocina un antecedente de la gastronomía? Creo que no.  Los grandes cocineros quieren la admiración de las amas de casa y de los maestros del perol, pero nunca lo conseguirán si cada día se alejan un poco más del anhelo principal que mueve la olla doméstica: dar de comer a la gente que quieres está en las antípodas de quien da de comer a quién lo puede pagar. La Glamcook es otra impostura neoliberal.

Si tuviera razón B. Latour y el mundo de la ciencia tuviera que discriminar entre, de una parte, los asuntos cuantificables, objetivos y probados, mientras que, complementaria o alternativamente,  estuviese obligado a discernir las cuestiones relacionadas con los intereses, las pasiones y los conflictos, entonces la kitchen sería el laboratorio de las matters of concern y no el de las matters of facts.  Al Lab vamos para establecer leyes, conceptos o pruebas basadas en evidencias, los llamados hechos, mientras que en la kitchen nadie entra buscando establecer principios, normas o demostraciones. La kitchen es el espacio donde intentar hacer cosas que favorezcan una vida compartida. Nadie en la cocina intenta asegurarse de que tiene razón o de que sus razones son incontestables, sino que más bien trata de experimentar con las posibilidades de una convivencia armoniosa. En la cocina poco importan las leyes del sabor o las reglas del color, la textura o el olfato. Si tenemos un comensal que no tolera o no aprecia algún ingrediente, pues se suprime. Lo que mueve a sus pobladores es ensanchar el mundo de la sociabilidad.

Lo ordinario en la cocina es lo común en la vida. En el laboratorio, lo normal es lo infrecuente, lo inusual o lo excepcional. Una comida, incluso la que es excepcional por sus ingredientes, procedimientos o comensales, es buena si nos hace felices mientras las compartimos. Los proyectos de laboratorio confinan con la verdad, mientras que los de la cocina limitan con la bondad.  Cuando todo funciona en una cocina, los comensales están menos preocupados por la replicabilidad de las recetas que por la cordialidad de las atmósferas.  Los porcentajes de proteínas y los niveles de azúcar o grasas pasan a segundo plano. Los elementos cuantificables son desplazados por los ingredientes inmateriales. La cultura es una gran conversación que se hace vibrante alrededor de una mesa de comensales (que no de plutócratas, siempre adictos al gesto gastronómico).  Hoy que cada río, cada enfermedad y cada dispositivo tiene una asociación para defenderlo, hoy que todos las matters of fact se han convertido en matters of concern, hoy cuando ya el laboratorio está desbordado, privatizado y vigilado, necesitamos buenas cocineras, menos bancos de pruebas y más tablas corridas, menos virtuosos del experimento y más trabajadores de la prueba. Los problemas son agudos y no hay que prepararse para una demostración sino para una negociación.

Contamos con muchos estudios -ver por ejemplo, a Deborath E. Harkness– que argumentan que el origen de la ciencia moderna está en la cocina y en la cultura experimental. La noción de laboratorio es más reciente y quienes han documentado su emergencia la datan en la segunda mitad del siglo XIX.  Es decir que el locus de la ciencia no es el laboratorio hasta fechas más recientes de lo que imaginamos. Sabemos que los laboratorios estaban en casa y que había mujeres en el ecosistema de la cultura experimental. Y sí, no aparecen en los relatos. Han sido sacadas de la escena. El espacio no ha sido descrito sino prescrito. Pero hay más, no sólo salieron de la escena algunos personajes sino que el propio espacio ha sido estigmatizado como un lugar culturalmente plebeyo, socialmente marginal, políticamente invisible y cognitivamente irrelevante.

Ahora que todo el mundo quiere un Lab y que pocas cosas son más cool que cocinar, en un momento donde algunas cocinas son laboratorios, quizás sea el momento de hacer el movimiento inverso y reclamar para la cultura experimental sus orígenes en la kitchen.  Una deriva que nos invita a cuestionar la figura del leader, la cultura del impacto, la función autorial y el culto a los hechos. Cocinar problemas seguirá siendo una práctica experimental, colaborativa, mediada, finalista y pública, pero además debiera ser hospitalaria, transparente y abierta (en beta), más atenta al paladar de los comensales que al halago de los pares, más conectada con los recursos vecinales que con  las metafísicas globales, tan sensible a los saberes profanos como a las recetas expertas y, por fin, comprometida con un lema fácil de recordar: hacer (el) bien.

Antonio Lafuente 
@alafuente

amateur, activista y hacker: tres formas de estar en ciencia

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Ryne Poelker, Out of the Closets, Into the Occupation, 2011. In Our Words. Salon for Queers & Co.

Hace un  par de décadas los estudiosos de la ciencia como objeto dedicamos la mayor parte de nuestro esfuerzo a explicar que las relaciones entre ciencia y sociedad eran intensas, cotidianas y bidireccionales. Todavía se gastaba mucho tiempo en distinguir entre argumentos internalistas y externalistas, siendo  los segundos propios de intelectuales que, según los primeros, exageraban la importancia del contexto y cuestionaban la vigencia de esa línea imaginaria que separaba la academia de su afuera. Los más beatos de la ciencia necesitaban creer que esta frontera era estricta y que estaba severamente vigilada y defendida. Los más críticos, sin embargo, nunca dejaron de argumentar que era imposible entender lo que ocurría en un laboratorio sin profundizar en la muchas mediaciones necesarias para que hubiera libros en los anaqueles, reactivos en las probetas, instrumentos en la sala, becarios en las bancadas, conceptos en los papers y datos en el servidor.  Popper perdía la paciencia con tanta historia sobre la prioridad de los descubrimientos, el fraude en los resultados,  los secretos en los contratos, las corruptelas en las atribuciones o los fallos en los arbitrajes. Tanto le irritaba, que llegó a calificar a los sociólogos de gentes que buscaban en el estercolero de la historia los argumentos con los que construir su responso por la ciencia. Fue un desencuentro muy sonado, e innecesario.


El retorno de los amateurs

Sabemos que para entender la empresa del conocimiento, el científico incluido, no basta con problematizar las nociones de política científica, descubrimiento individual  o publicación de resultados. No basta con meter en la probeta los valores y los conflictos, además de los reactivos y los conceptos. No basta con hacer mejor sociología de la ciencia.  Necesitamos también incluir todos los actores presentes en la escena del conocimiento. Los historiadores han construido un relato donde los personajes que cuentan desempeñan una actividad ante todo mental, un práctica  entre profesionales y un trabajo formal. Pero cada día entendemos mejor cómo dicho  cuadro se hace para satisfacer los prejuicios de quienes lo pintaron que los hechos documentados.

Cristal Palace. Exposición Universal Londres (1862)

Hoy sabemos que el enorme esfuerzo dedicado a construir esta dualidad que escinde el ámbito del saber entre profesionales y amateurs se acerca a su fecha de caducidad. Dividir el mundo entre los que saben y los que no saben es una simplificación insostenible. Nadie acepta ya una política de comunicación de la ciencia (del conocimiento, en general) basada en el modelo del déficit.  Y, desde luego, ha sido un obstáculo principal para comprender lo que hizo posible la ciencia.  Incluir a los amateur en la escena del conocimiento, como también a las mujeres o a los criollos, no sólo es una cuestión de rigor historiográfico, sino también un deber de justicia social. Hoy decimos que la inclusión de sus respectivas miradas sobre el entorno, social o natural, impuso verdaderos procesos de modernización epistémica. Hay mucha literatura desde la que argumentar que una parte significativa de la ciencia moderna sólo fue posible por su habilidad para atraer nuevos públicos que actuaron como cómplices antes que como espectadores. Pero hay más. Cada mirada nueva que se incorpora supone una ensanchamiento del espacio púbico y una oportunidad para hacerlo más inclusivo y hospitalario. Esto significa que la ciencia moderna es incomprensible si no la miramos como un proyecto público, urbano y popular antes que como una empresa exclusiva, palaciega y elitista.

Para hablar de la ciencia es imprescindible hablar de sus públicos y, desde luego, de sus amantes. Los amateurs de la ciencia forman parte del largo séquito de los perdedores de la modernidad. Tanto que de estar por todas partes en los siglos XVII y XVIII, pasaron a ser tratados como diletantes, intrusos y hasta de criminales. Hoy, sin embargo, estamos asistiendo a un renacimiento de las culturas amateur. No es sólo que reconozcamos la naturaleza informal de la mayor parte de los que sabemos, sino que los necesitamos para remontar las crisis de la representación,  la que encarnan los políticos (los electos) y la que encarnan los expertos (los selectos).  Abundan los textos que glosan las excelencias del crowdsourcing y que nos animan a pensar que sin incorporar la inteligencia de las masas, el saber profano, nuestro mundo no encontrará soluciones sostenibles para los problemas que enfrenta.


La vecindad con el activismo científico

Nada explica mejor el éxito de la ciencia que su ubicuidad. Hoy se habla de pesticidas en los mercados, de cambio climático en las playas, de dopaje en los cafés, de alergias en la peluquería y de espionaje electrónico en los aeropuertos.  Nuestra vida ordinaria está atravesada por un sinfín de sustancias, radiaciones, códigos y dispositivos que cada vez nos cuesta más ignorar.  No sólo nos modulan, sino que a veces nos determinan. Todos conocemos ya a gentes con alergias severas, con padecimientos crónicos, con adicciones feroces y con movilidades disminuidas.  Ya no sabemos lo que significa ser normal. Ser  normal es cada vez más raro. Los objetos de laboratorio son asuntos de la incumbencia de los científicos hasta que desbordan sus paredes y andan sueltos por las plazas, los juzgados, los platós y los parlamentos. No son pocos, ni banales. Que si la lluvia ácida o las vacas locas, que si los disruptores endocrinos o el anisaquis, que si el maíz terminator, el agua fluorada, la gripe aviar, la salud de las abejas, el humo de tabaco, los tornados de Oklahoma y las tormentas solares. Todo lo esperamos de la ciencia, pero no siempre nos llega como maná: a veces, toma la forma de una pesadilla.  Lo saben los herederos de Sócrates, Franskestein y Oppenheimer.

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BioDiversity is Life

La cuestión es que la ciencia anda en boca de todos. No hay contradicción en que la tengamos como panacea para todos los males y que, simultáneamente, la percibamos a veces como una amenaza. Hay abundante documentación sobre los muchos abusos de que es objeto. Algunos científicos trabajan para grandes corporaciones y privilegian los intereses particulares a los generales. También sobran ejemplos de gentes, bien o mal intencionadas, que anteponen sus convicciones personales (ideológicas, morales o religiosas) mientras aparentan un compromiso con la ciencia.  Los partidarios del diseño inteligente o los defensores de la Deep Ecology, por sólo citar un par de ejemplos, dejaron de escuchar a los trabajadores de la prueba, como felizmente llamó Bachelar, a la inmensa mayoría de los científicos que nunca ganarán un Nobel ni darán su nombre a un teorema.

No puede sorprendernos que regrese con fuerza el activismo científico.  Falsadas o falseadas, hay muchas amenazas que mueven a los ciudadanos a convertirse en activistas. Numerosos científicos se quejan también de que sus criterios contrastados nunca llegan a las leyes y de que siempre son troquelados en los momentos decisivos: ahora tienen la oportunidad de abrir un blog o de encontrar en las redes sociales a otros colegas que quieran militar por su causa. Tenemos ejemplos de activismo para todos los gustos. Baste un botón de muestra: sabemos que se manipularon los datos sobre los efectos del humo de tabaco para proteger a las grandes tabaqueras, como también que fueron adulterados por alguna ONG para provocar un vuelco de la población a favor de la causa antitabaquista. Algunos escándalos en los debates sobre el cambio climático, el llamado ClimateGate y el no menos bochornoso FakeGate también pertenecen a este capítulo lamentable de las controversias tecnopolíticas o cientocráticas. El activismo no es contrario a la objetividad, pero muchas formas de militancia han sido más leales a los fines que a los medios.  La consecuencia es que los científicos que han tomado esta deriva, además de arruinar su reputación, han empantanado también la propia ciencia, una empresa demasiado vulnerable frente los acosos de los grandes lobbies, empresariales, políticos o religiosos.

No más concesiones. Hay muchos ejemplos que dignifican el papel de los activistas. Con independencia de la radicalidad de sus manifestaciones públicas, todos marcharían bajo la bandera del “Nada sobre nosotros, sin nosotros”. Y ese nosotros incluye cualquier forma de discapacidad, desde los pacientes crónicos a todos los que viven sus desplazamiento como una carrera de obstáculos.  A mí los ejemplos que más me gustan, lo admito, se nombran rápido: la movilización de los enfermos del SIDA, el empoderamiento de las electrosensibles, las luchas contra el cáncer de mama, las acciones globales en defensa de las ballenas y la rebelión de los enfermos metales. Aunque muy distintos entre sí, todos tienen en común que lograr disputarle a los expertos el monopolio sobre el discurso científico.


La llegada de los hackers

Quienes lucharon por la democratización del expertise (peritaje, evaluación) nunca imaginaron que llegaría nada comparable al movimiento hacker.  Originariamente eran unos cuantos programadores que se negaron a permitir que una empresa pudiera patentar el código, algo que para ellos era tan absurdo como privatizar las leyes de Newton, los teoremas matemáticos o el genoma humano. No se pueden reclamar derechos sobre los descubrimientos, incluidos los anónimos, como es el caso de la lengua, el folklore o las semillas. Todos son bienes heredados que debemos legar intactos a nuestros hijos. Inicialmente la resistencia era para defender el conocimiento de su apropiación corporativa. Pero no tardaron en mostrarse ecos en muchos ámbitos del saber. Wikipedia, por ejemplo, es un hermoso ejemplo de cómo preservar el conocimiento para todos y, lo mejor, entre todos.

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Hackerspaces, Tokyo

La cultura hacker pronto resonó con la cultura punk. Ambas daban forma a los anhelos anticonsumistas, antimonopolistas y antielitistas. Ambas representaban una apuesta por la cultura del DIY, las formas cooperativas, las prácticas de garaje y la innovación maker.  Hace ya cinco décadas que su presencia no deja de contagiar el mundo de los negocios, la política y la  ciencia.  Las nociones de software libre, open accesscreative commons son tan conocidas como el navegador Firefox y el milagro de Wikipedia. Y es que las culturas hacker adoptan muchas formas, desde las que se concentran en la tarea de hacer accesible el conocimiento a las que luchan por liberarlo y, entre medias, todos las actitudes que se resisten a creer que las cosas son lo que son y nada más.  Ningún hacker termina su perorata afirmando eso tan común en nuestros días del “Es lo que hay”. Son hackers quienes desmontan un coche para tunearlo o quienes hacer una remezcla de sonidos que busca otras armonías y diferentes maneras de compartirlas;  también pertenecen a esta plural tribu quienes comparten el coche para ir a trabajo, luchan a favor de la agricultura de proximidad, niegan el derecho a la propiedad intelectual sobre test genéticos diferenciales y no le hacen ascos a la cultura del remiendo, el reúso, la reparación y el reciclado. En sus formas más blandas los hackers disfrutan haciendo las cosas con sus propias manos, mientras que su rostro más duro se manifiesta cuando hacen públicos documentos que prueban que necesitamos otras formas de gobernanza menos cínicas y mayor trasparencia en la vida pública y empresarial.

Los hackers disfrutan maliciosamente cuando argumentan que la ciencia moderna siempre fue hacker: libre, abierta, pública, accesible, autogestionaria, desinteresada, horizontal y cosmopolita. No es necesario estar de acuerdo al cien por cien con estos calificativos para reconocer que hay algo de paradigmático, virtuoso y urgente en la cultura hacker. Su presencia en los grandes debates de nuestro mundo estaría más que justificada por recordarnos que las cosas podrían ser de otro modo. Pero hay más. Lo mejor, sin embargo, es que los hackers no son el último rostro del buenismo, sino que son excelentes ingenieros, campesinos esforzados, gestores transparentes, críticos honestos, investigadores militantes, mecánicos divertidos y artesanos honrados.  La cultura hackers no es un asunto de artilugios, asaltos y penumbras, sino una deriva que reclama lo humano, lo colaborativo y lo abierto.