Sobre cómo abrir contenidos: el caso de La aventura de Aprender

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CC guiando a quienes contribuyen

Cuando el 16 de diciembre de 2002 una organización sin ánimo de lucro denominada Creative Commons emitió su nota de prensa en la que hacía conocer la creación de un sistema estandarizado de licencias de propiedad intelectual, vino a introducir para las obras literarias, artísticas y científicas las mismas prácticas que ya se estaban produciendo para las obras de software. Construyendo sobre estas prácticas se ha puesto a disposición pública bajo protocolo CC+ una parte de los vídeos de «La aventura del saber», generándose de esta manera con los contenidos abiertos de «La aventura de aprender», un archivo de experiencias de aprendizaje.

Para explicar cómo se llegó a la licencia elegida no está de más, con ánimo didáctico, introducir previamente una serie de conceptos para los no iniciados en el mundo de la propiedad intelectual.

Cuando un autor crea una obra literaria, artística o científica que cuente con suficiente originalidad, comienzan a poderse aplicar unas leyes que regulan los derechos que corresponden a dicho autor por el solo hecho de la creación de la misma. En nuestra legislación estos derechos se dividen, sintéticamente, en dos grandes grupos: (1) los derechos morales, que rigen cuestiones relativas a la esfera de la personalidad del autor (divulgación de la obra, autoría, integridad de la obra, retirada del mercado y acceso al ejemplar único) y (2) los derechos de explotación, que son los derechos económicos por excelencia, por los que el autor puede decidir quién goza de la facultad de copiar, distribuir, difundir y transformar su obra.

(1) Los derechos morales son irrenunciables e inalienables, lo que tiene toda su lógica dada la naturaleza de tales derechos: por ejemplo, negar que una obra corresponde a un autor supondría atentar contra la realidad de un hecho ocurrido. Dadas estas características de irrenunciabilidad e inalienabilidad, en principio estos derechos se hallan fuera del comercio.

Y decimos «en principio» puesto que, en la práctica, la vulneración de un derecho moral puede dar lugar a una negociación sobre el importe de la indemnización, como así ocurrió en el caso del puente Zubizuri en Bilbao, obra de Santiago Calatrava. En este caso, el Ayuntamiento de Bilbao prolongó el puente con una pasarela no proyectada por Calatrava, por lo que éste demandó al Ayuntamiento por vulneración del derecho moral de integridad de la obra reclamando 3 millones de euros, cantidad que finalmente fue reducida a 30.000 en sentencia de 10 de marzo de 2009 de la Audiencia Provincial de Vizcaya [pdf]. Por otra parte, también es conocida la existencia de los llamados “escritores fantasmas” o “negros literarios” y también de negros en ciencia que, ocultando su autoría, venden obras para que otros pongan su nombre en ellas. La venta se realiza con el compromiso de no hacer pública la identidad del verdadero autor, lo que se fundamenta en la confianza ya que en definitiva tal pacto de silencio vulnera la inalienabilidad que dispone la ley.

(2) Por otra parte, los derechos de explotación suponen el eje sobre el que se pretenden establecer los rendimientos económicos de una obra. Tal y como establece el Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, corresponde al autor decidir a quién cede los derechos de copiar, distribuir, difundir o transformar su obra. Por otra parte, dado que las normas generales sobre contratación permiten establecer cuantos pactos, cláusulas y condiciones se tengan por conveniente, nos encontramos en la práctica con infinitas modalidades de cesión de los derechos. En términos generales, los contratos en los que se ceden este tipo de derechos suelen contener cláusulas sobre territorios de aplicación, periodos de vigencia y finalidades del uso de las obras. 

Esta cesión de los derechos de explotación se puede realizar abrazando uno de los dos modelos que, con independencia de cómo se haya retribuido al autor por su trabajo, actualmente están en boga: el primero de ellos correspondería a un sistema en el que la copia se controla lo máximo posible para cobrar por cada mínimo uso de ella, mientras que el segundo modelo correspondería a un sistema en el que se pretende la máxima difusión de la copia dado que los retornos que se persiguen van más allá del inmediato ingreso monetario. A grandes rasgos, el primero de los modelos sería el seguido por la industria del entretenimiento mientras que el segundo conviene más al mundo de la cultura y, especialmente, a la difusión de la ciencia, la investigación y la tecnología. Si el primer modelo está significado por la industria del cine, de la música y del best-seller, el segundo modelo lo está por la Academia.

Creative Commons: seis licencias y cuatro parámetros

Al inicio de este texto mencionábamos que las licencias Creative Commons (CC) introdujeron para las obras literarias, artísticas y científicas las mismas prácticas que ya se estaban produciendo para las obras de software. Ante la complejidad de las posibilidades de cesión de los derechos de autor, en el mundo de las obras de la programación informática se había optado por un sistema de estandarización de licencias mediante las cuales se señala, de antemano y de una manera pública, qué derechos permite el autor de una obra ejercer a los usuarios de la misma. El sistema legal establece que si un autor no expresa ninguna voluntad sobre su obra, entonces nada está permitido con respecto a la misma puesto que no ha cedido ningún derecho. Los programadores informáticos que deseaban que sus obras pudieran ser reutilizadas resolvieron esta cuestión añadiendo al código fuente de sus producciones un archivo de texto en el que se contenía la licencia que deseaban aplicar a su obra. De esta manera, cualquiera que acceda al código puede conocer, sin necesidad de preguntar (molestar) al autor, las posibilidades de reutilización del programa.

Siguiendo este modelo, la organización Creative Commons redactó seis licencias en las que se jugaba con cuatro parámetros para así darle al autor la elección sobre seis modalidades diferentes de cesión de derechos a los usuarios. Los cuatro parámetros que se utilizaron para las cláusulas de la licencia fueron el reconocimiento de la autoría de la obra, su explotación comercial, no permitir obras derivadas y, por último, permitir sucesivas obras derivadas bajo la misma licencia.

Fotografía, con licencia Creative Commons, de César Poyatos

El primero de los parámetros, el reconocimiento de la autoría de la obra (BY –por–), se halla presente en todas las licencias CC, mientras que los otros tres parámetros, la explotación comercial de la obra (que se identifica por su acrónimo NC –Non commercial), no permitir obras derivadas (ND –No derivatives ) y permitir obras derivadas bajo la misma licencia (SA Share alike) son parámetros opcionales.

Mediante la combinación del parámetro obligatorio BY y los otros tres parámetros NC, ND y SA se obtienen las seis modalidades de licencias CC: By, By-NC, By-SA, By-ND, By-NC-SA y By-NC-ND.

Si bien los derechos que el autor concede a los usuarios en cada una de las licencias se explican de una manera muy clara en la página web de Creative Commons, a la que nos remitimos, para recordar de memoria cuáles son las seis licencias podemos utilizar unas reglas simples de combinatoria:

– Combinando un solo parámetro: licencia BY (recordemos que este parámetro es obligatorio).

– Combinando dos parámetros: licencia BY-NC, licencia BY-ND y licencia BY-SA (el parámetro obligatorio BY más uno de los parámetros NC, ND, SA).

– Combinando tres parámetros: licencia BY-NC-SA y licencia BY-NC-ND (el parámetro obligatorio BY más dos de los tres parámetros NC, ND, SA pero recordemos que la combinación ND-SA es contradictoria puesto que ND implica que no se permiten obras derivadas de la obra original, mientras que SA supone dar permiso para realizar obras derivadas de la misma).

Para licenciar una obra, basta con que el autor de la misma indique los permisos concedidos en un lugar lo suficientemente visible (por ejemplo en la parte inferior de su página web, en la página segunda de un libro, en el pie de una fotografía o en el de un vídeo). El acto de licenciar una obra se realiza señalando qué permisos otorga el autor a los usuarios, pudiendo el autor realizar este acto de cualquier forma que tenga por conveniente para que los usuarios puedan tener conocimiento de los permisos otorgados. Por tanto, no es necesario que el autor inscriba la obra en ningún registro o realice ulteriores formalidades más allá de la expresión clara de los permisos que concede.

Las licencias CC, además, se estructuran en tres capas: una primera capa que consiste en la terminología legal, como una licencia más, una segunda capa que es un resumen de la licencia para hacerla lo más comprensible posible a los legos en Derecho, y una tercera capa consistente en código RDF (Resource Description Framework) que permite que cuando los buscadores arañan una página web puedan conocer qué tipo de licencia tiene la página en cuestión. La utilidad de esta tercera capa, propia de la web semántica, es clave para diseñar buscadores que permitan criterios avanzados de búsqueda, como por ejemplo, buscar una fotografía cuya licencia nos permita la reutilización comercial.

CC+ y el caso de «La aventura de Aprender»

Si hasta ahora hemos utilizado el término autor, la realidad tiene más matices. Ante la existencia de una obra intelectual suele ocurrir que no sólo los autores son los titulares de los derechos sino que existen supuestos en los que el autor ya ha cedido los derechos de explotación, por lo que la titularidad de los mismos corresponde a terceras personas.

Además, existe la figura del productor que si bien estrictamente no es autor, también tiene derechos otorgados por las legislaciones de propiedad intelectual. En una producción audiovisual concurren muchos titulares de derechos y quien lo explicó de una manera muy clara fue el realizador-productor Stéphane Grueso en su documental ¡Copiad Malditos! La historia de esta obra es autorreferencial: RTVE encargó a la productora Elegantmob, en la que Stéphane Grueso participa, la realización de un documental sobre propiedad intelectual. No se le ocurrió a Stéphane Grueso otra cosa que rodar la historia del laberinto por el que tenía que pasar su propia producción para que pudiera finalmente ser de libre descarga desde la web de RTVE.

En ¡Copiad Malditos! se nos muestra la cantidad de obras, y por tanto de derechos, que concurren en una realización audiovisual, por lo que nos podemos hallar ante la necesidad de conciliar muchas voluntades a la hora de obtener un consenso sobre qué licencia se elige para licenciar una obra de propiedad intelectual. La obra de Stéphane Grueso está licenciada bajo BY-NC pero llegar a este acuerdo entre autores no siempre es posible y, por tanto, las seis posibilidades de las licencias Creative Commons no bastarían. En estos casos, la tentación consiste en copiar una licencia Creative Commons y añadirle las cláusulas que se tengan por conveniente. Sin embargo, existe una solución más adecuada facilitada por la propia organización, que es el protocolo CC Plus, ya que nos permite retener las ventajas del código subyacente de la tercera capa de las licencias Creative Commons, el código RDF propio de la web semántica antes descrito.

El protocolo, que no nueva licencia, CCPlus, supone utilizar una licencia CC a la que se le añaden más permisos. Esta posibilidad es la que se propuso para licenciar los vídeos de «La aventura de Aprender». Se trata de vídeos financiados con dinero público cuyo contenido está orientado finalísticamente a la difusión del conocimiento, por lo que el grupo donde debemos enmarcarlos no es el de la industria del entretenimiento sino en el de la educación. En este sentido, se siguen los principios normativos de la Unión Europea que establecen que deben devolverse a la sociedad los contenidos en ciencia e investigación obtenidos mediante dinero público, lo que tiene toda su lógica: si los ciudadanos pagamos con nuestros impuestos la generación de unos determinados contenidos, no es legítimo que para usar o acceder luego a los mismos se tenga que pagar nuevamente.

El compromiso al que podría llegarse en virtud de la voluntad de los diferentes titulares de los derechos sobre las obras fue el de permitir su utilización en internet sin uso comercial ni obras derivadas, añadiéndole permisos para poder realizar obras derivadas siempre y cuando éstas se realizasen con fines educativos y dentro de los cuatro años desde la difusión. El texto propuesto finalmente fue el siguiente:

Licencia CCPlus

Todas las obras del presente repertorio se hallan licenciadas bajo una Licencia CCPlus, compuesta por la licencia Creative Commons By-NC-ND a la que se le añaden los siguientes permisos:

Durante un ámbito temporal de cuatro años desde la divulgación de la obra objeto de licencia, podrán realizarse obras derivadas de la misma, siempre y cuando éstas se realicen con ocasión o dentro de un ámbito educativo o de investigación.

El caso de «La aventura del saber» es un ejemplo de utilización modular de las licencias CC en el que, tomando como base la licencia CC más restrictiva, la licencia By-NC-ND, siempre podemos añadir a la misma nuevos permisos temporales, espaciales, finalísiticos… para, de esta manera, ajustar la licencia CC a los consensos posibles entre los diversos titulares sin perder las ventajas de la web semántica que CC nos ofrece en su tercera capa.

Recordando las palabras del profesor González Barahona, el Copyleft siempre se ha desenvuelto en ambientes hostiles. Transformar contenidos cerrados en contenidos abiertos no es una tarea fácil. Sin embargo, la posibilidad que nos ofrece el protocolo CCPlus y el ejemplo de cómo licenciar «La aventura del saber» nos enseñan un posible camino que, si bien pudiera no ser el óptimo, cumple a la perfección las palabras de Voltaire de que «lo mejor es enemigo de lo bueno».

Javier de la Cueva
Abogado especializado en propiedad intelectual
@jdelacueva

amateur, activista y hacker: tres formas de estar en ciencia

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Ryne Poelker, Out of the Closets, Into the Occupation, 2011. In Our Words. Salon for Queers & Co.

Hace un  par de décadas los estudiosos de la ciencia como objeto dedicamos la mayor parte de nuestro esfuerzo a explicar que las relaciones entre ciencia y sociedad eran intensas, cotidianas y bidireccionales. Todavía se gastaba mucho tiempo en distinguir entre argumentos internalistas y externalistas, siendo  los segundos propios de intelectuales que, según los primeros, exageraban la importancia del contexto y cuestionaban la vigencia de esa línea imaginaria que separaba la academia de su afuera. Los más beatos de la ciencia necesitaban creer que esta frontera era estricta y que estaba severamente vigilada y defendida. Los más críticos, sin embargo, nunca dejaron de argumentar que era imposible entender lo que ocurría en un laboratorio sin profundizar en la muchas mediaciones necesarias para que hubiera libros en los anaqueles, reactivos en las probetas, instrumentos en la sala, becarios en las bancadas, conceptos en los papers y datos en el servidor.  Popper perdía la paciencia con tanta historia sobre la prioridad de los descubrimientos, el fraude en los resultados,  los secretos en los contratos, las corruptelas en las atribuciones o los fallos en los arbitrajes. Tanto le irritaba, que llegó a calificar a los sociólogos de gentes que buscaban en el estercolero de la historia los argumentos con los que construir su responso por la ciencia. Fue un desencuentro muy sonado, e innecesario.


El retorno de los amateurs

Sabemos que para entender la empresa del conocimiento, el científico incluido, no basta con problematizar las nociones de política científica, descubrimiento individual  o publicación de resultados. No basta con meter en la probeta los valores y los conflictos, además de los reactivos y los conceptos. No basta con hacer mejor sociología de la ciencia.  Necesitamos también incluir todos los actores presentes en la escena del conocimiento. Los historiadores han construido un relato donde los personajes que cuentan desempeñan una actividad ante todo mental, un práctica  entre profesionales y un trabajo formal. Pero cada día entendemos mejor cómo dicho  cuadro se hace para satisfacer los prejuicios de quienes lo pintaron que los hechos documentados.

Cristal Palace. Exposición Universal Londres (1862)

Hoy sabemos que el enorme esfuerzo dedicado a construir esta dualidad que escinde el ámbito del saber entre profesionales y amateurs se acerca a su fecha de caducidad. Dividir el mundo entre los que saben y los que no saben es una simplificación insostenible. Nadie acepta ya una política de comunicación de la ciencia (del conocimiento, en general) basada en el modelo del déficit.  Y, desde luego, ha sido un obstáculo principal para comprender lo que hizo posible la ciencia.  Incluir a los amateur en la escena del conocimiento, como también a las mujeres o a los criollos, no sólo es una cuestión de rigor historiográfico, sino también un deber de justicia social. Hoy decimos que la inclusión de sus respectivas miradas sobre el entorno, social o natural, impuso verdaderos procesos de modernización epistémica. Hay mucha literatura desde la que argumentar que una parte significativa de la ciencia moderna sólo fue posible por su habilidad para atraer nuevos públicos que actuaron como cómplices antes que como espectadores. Pero hay más. Cada mirada nueva que se incorpora supone una ensanchamiento del espacio púbico y una oportunidad para hacerlo más inclusivo y hospitalario. Esto significa que la ciencia moderna es incomprensible si no la miramos como un proyecto público, urbano y popular antes que como una empresa exclusiva, palaciega y elitista.

Para hablar de la ciencia es imprescindible hablar de sus públicos y, desde luego, de sus amantes. Los amateurs de la ciencia forman parte del largo séquito de los perdedores de la modernidad. Tanto que de estar por todas partes en los siglos XVII y XVIII, pasaron a ser tratados como diletantes, intrusos y hasta de criminales. Hoy, sin embargo, estamos asistiendo a un renacimiento de las culturas amateur. No es sólo que reconozcamos la naturaleza informal de la mayor parte de los que sabemos, sino que los necesitamos para remontar las crisis de la representación,  la que encarnan los políticos (los electos) y la que encarnan los expertos (los selectos).  Abundan los textos que glosan las excelencias del crowdsourcing y que nos animan a pensar que sin incorporar la inteligencia de las masas, el saber profano, nuestro mundo no encontrará soluciones sostenibles para los problemas que enfrenta.


La vecindad con el activismo científico

Nada explica mejor el éxito de la ciencia que su ubicuidad. Hoy se habla de pesticidas en los mercados, de cambio climático en las playas, de dopaje en los cafés, de alergias en la peluquería y de espionaje electrónico en los aeropuertos.  Nuestra vida ordinaria está atravesada por un sinfín de sustancias, radiaciones, códigos y dispositivos que cada vez nos cuesta más ignorar.  No sólo nos modulan, sino que a veces nos determinan. Todos conocemos ya a gentes con alergias severas, con padecimientos crónicos, con adicciones feroces y con movilidades disminuidas.  Ya no sabemos lo que significa ser normal. Ser  normal es cada vez más raro. Los objetos de laboratorio son asuntos de la incumbencia de los científicos hasta que desbordan sus paredes y andan sueltos por las plazas, los juzgados, los platós y los parlamentos. No son pocos, ni banales. Que si la lluvia ácida o las vacas locas, que si los disruptores endocrinos o el anisaquis, que si el maíz terminator, el agua fluorada, la gripe aviar, la salud de las abejas, el humo de tabaco, los tornados de Oklahoma y las tormentas solares. Todo lo esperamos de la ciencia, pero no siempre nos llega como maná: a veces, toma la forma de una pesadilla.  Lo saben los herederos de Sócrates, Franskestein y Oppenheimer.

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BioDiversity is Life

La cuestión es que la ciencia anda en boca de todos. No hay contradicción en que la tengamos como panacea para todos los males y que, simultáneamente, la percibamos a veces como una amenaza. Hay abundante documentación sobre los muchos abusos de que es objeto. Algunos científicos trabajan para grandes corporaciones y privilegian los intereses particulares a los generales. También sobran ejemplos de gentes, bien o mal intencionadas, que anteponen sus convicciones personales (ideológicas, morales o religiosas) mientras aparentan un compromiso con la ciencia.  Los partidarios del diseño inteligente o los defensores de la Deep Ecology, por sólo citar un par de ejemplos, dejaron de escuchar a los trabajadores de la prueba, como felizmente llamó Bachelar, a la inmensa mayoría de los científicos que nunca ganarán un Nobel ni darán su nombre a un teorema.

No puede sorprendernos que regrese con fuerza el activismo científico.  Falsadas o falseadas, hay muchas amenazas que mueven a los ciudadanos a convertirse en activistas. Numerosos científicos se quejan también de que sus criterios contrastados nunca llegan a las leyes y de que siempre son troquelados en los momentos decisivos: ahora tienen la oportunidad de abrir un blog o de encontrar en las redes sociales a otros colegas que quieran militar por su causa. Tenemos ejemplos de activismo para todos los gustos. Baste un botón de muestra: sabemos que se manipularon los datos sobre los efectos del humo de tabaco para proteger a las grandes tabaqueras, como también que fueron adulterados por alguna ONG para provocar un vuelco de la población a favor de la causa antitabaquista. Algunos escándalos en los debates sobre el cambio climático, el llamado ClimateGate y el no menos bochornoso FakeGate también pertenecen a este capítulo lamentable de las controversias tecnopolíticas o cientocráticas. El activismo no es contrario a la objetividad, pero muchas formas de militancia han sido más leales a los fines que a los medios.  La consecuencia es que los científicos que han tomado esta deriva, además de arruinar su reputación, han empantanado también la propia ciencia, una empresa demasiado vulnerable frente los acosos de los grandes lobbies, empresariales, políticos o religiosos.

No más concesiones. Hay muchos ejemplos que dignifican el papel de los activistas. Con independencia de la radicalidad de sus manifestaciones públicas, todos marcharían bajo la bandera del “Nada sobre nosotros, sin nosotros”. Y ese nosotros incluye cualquier forma de discapacidad, desde los pacientes crónicos a todos los que viven sus desplazamiento como una carrera de obstáculos.  A mí los ejemplos que más me gustan, lo admito, se nombran rápido: la movilización de los enfermos del SIDA, el empoderamiento de las electrosensibles, las luchas contra el cáncer de mama, las acciones globales en defensa de las ballenas y la rebelión de los enfermos metales. Aunque muy distintos entre sí, todos tienen en común que lograr disputarle a los expertos el monopolio sobre el discurso científico.


La llegada de los hackers

Quienes lucharon por la democratización del expertise (peritaje, evaluación) nunca imaginaron que llegaría nada comparable al movimiento hacker.  Originariamente eran unos cuantos programadores que se negaron a permitir que una empresa pudiera patentar el código, algo que para ellos era tan absurdo como privatizar las leyes de Newton, los teoremas matemáticos o el genoma humano. No se pueden reclamar derechos sobre los descubrimientos, incluidos los anónimos, como es el caso de la lengua, el folklore o las semillas. Todos son bienes heredados que debemos legar intactos a nuestros hijos. Inicialmente la resistencia era para defender el conocimiento de su apropiación corporativa. Pero no tardaron en mostrarse ecos en muchos ámbitos del saber. Wikipedia, por ejemplo, es un hermoso ejemplo de cómo preservar el conocimiento para todos y, lo mejor, entre todos.

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Hackerspaces, Tokyo

La cultura hacker pronto resonó con la cultura punk. Ambas daban forma a los anhelos anticonsumistas, antimonopolistas y antielitistas. Ambas representaban una apuesta por la cultura del DIY, las formas cooperativas, las prácticas de garaje y la innovación maker.  Hace ya cinco décadas que su presencia no deja de contagiar el mundo de los negocios, la política y la  ciencia.  Las nociones de software libre, open accesscreative commons son tan conocidas como el navegador Firefox y el milagro de Wikipedia. Y es que las culturas hacker adoptan muchas formas, desde las que se concentran en la tarea de hacer accesible el conocimiento a las que luchan por liberarlo y, entre medias, todos las actitudes que se resisten a creer que las cosas son lo que son y nada más.  Ningún hacker termina su perorata afirmando eso tan común en nuestros días del “Es lo que hay”. Son hackers quienes desmontan un coche para tunearlo o quienes hacer una remezcla de sonidos que busca otras armonías y diferentes maneras de compartirlas;  también pertenecen a esta plural tribu quienes comparten el coche para ir a trabajo, luchan a favor de la agricultura de proximidad, niegan el derecho a la propiedad intelectual sobre test genéticos diferenciales y no le hacen ascos a la cultura del remiendo, el reúso, la reparación y el reciclado. En sus formas más blandas los hackers disfrutan haciendo las cosas con sus propias manos, mientras que su rostro más duro se manifiesta cuando hacen públicos documentos que prueban que necesitamos otras formas de gobernanza menos cínicas y mayor trasparencia en la vida pública y empresarial.

Los hackers disfrutan maliciosamente cuando argumentan que la ciencia moderna siempre fue hacker: libre, abierta, pública, accesible, autogestionaria, desinteresada, horizontal y cosmopolita. No es necesario estar de acuerdo al cien por cien con estos calificativos para reconocer que hay algo de paradigmático, virtuoso y urgente en la cultura hacker. Su presencia en los grandes debates de nuestro mundo estaría más que justificada por recordarnos que las cosas podrían ser de otro modo. Pero hay más. Lo mejor, sin embargo, es que los hackers no son el último rostro del buenismo, sino que son excelentes ingenieros, campesinos esforzados, gestores transparentes, críticos honestos, investigadores militantes, mecánicos divertidos y artesanos honrados.  La cultura hackers no es un asunto de artilugios, asaltos y penumbras, sino una deriva que reclama lo humano, lo colaborativo y lo abierto.