Deshacer internet

La descentralización es una característica fundamental de internet que asegura su operación satisfactoria mientras crece, incluso mientras fallan algunas de sus partes. Uno de los pioneros de internet, Paul Baran, estimó que una red con arquitectura descentralizada tiene una probabilidad alta de persistir a pesar de la desaparición de uno o más de sus elementos. Al retirar uno o más de los nodos de la red, aún es posible comunicar entre sí a la mayoría de sus participantes. En una arquitectura centralizada, basta con retirar el elemento principal, al que la mayoría está conectada, para que toda la red deje de funcionar.

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“Deshacer internet” consiste justamente en ir en contra de esa característica, consiste en centralizar, en aglutinar conocimiento sin compartir, en cortar vínculos con el resto de internet, por ejemplo:

  1. La aglutinación del conocimiento liderada por la industria del copyright (la del cine, la música, y los libros, etc).
  2. El monitoreo excesivo por parte de empresas y gobiernos que desemboca en vigilancia masiva a ciudadanos y ciudadanas de la red.
  3. La centralización de servicios que, a la larga, sesgan la manera en la que accedemos a la información, como la realizada principalmente por los gigantes de las redes sociales y motores de búsqueda.

 Vamos a revisar con detalle cada una de esas prácticas.

La aglutinación del conocimiento

En 1998 un joven estudiante norteamericano inició una revolución digital sin saberlo. Shawn Fanning escribió en el dormitorio de su universidad un programa para compartir archivos de música con sus amigos, Napster. Este programa se popularizó gracias a su forma peculiar de democratizar el acceso a la música mediante una red descentralizada y colaborativa.

En poco tiempo, Napster se convirtió en una enorme red de intercambio de archivos. Una red dentro de internet con cientos de miles de participantes. Y por sí sola sirvió para motivar a millones de personas a entrar a esa nueva red: ya no solo era una red para leer páginas web, era una red para colaborar. Esto cambió profundamente el destino de internet.

Eventualmente Napster murió en los juzgados. La industria del copyright comenzó a presionar desde distintos frentes para tapar esa “fuga” de información. Quería detener la copia y distribución de música fuera de los canales oficiales basados en formatos físicos como el CD. Si bien Napster desapareció, su ejemplo prevaleció, su mayor aportación fue un modelo de colaboración descentralizada que arrancó la era de las redes P2P (peer-to-peer) para intercambiar archivos.

Una incontable cantidad de clones surgieron después de Napster:  Kazaa, Audiogalaxy, Gnutella, eMule,… Mientras tanto otro joven programador aficionado a las matemáticas creó una forma aún más descentralizada (independiente y eficiente) de distribuir archivos en la red. Concibió una forma impetuosa, torrente, de copiar bits de forma colaborativa, una forma que llamó BitTorrent que hoy en día sigue dominado el tráfico de internet.

La industria del copyright lleva más de una década intentando detener la distribución de lo que llama “piratería”. Lo cierto es que consigue lo contrario. A nombre de los artistas y la propiedad intelectual, promueve prácticas de vigilancia y una policía del copyright en internet. En vez de adaptarse a los nuevos tiempos promoviendo la innovación de su modelo de negocio, quiere perpetuarlo, pero es antinatural. Javier de la Cueva explica muy bien este fenómeno:

Por su parte, las redes de intercambio de archivos son tan parte de internet como las arterias lo son del cuerpo humano. Son la mejor manera de distribuir información y solo desaparecerán cuando surjan otras más seguras y eficientes.

La industria del copyright pretende aglutinar el conocimiento mientras que las comunidades en internet lo distribuyen. La primera quiere cerrar la vías de acceso centralizándolas, mientras que las segundas siempre encuentran caminos nuevos. Por su parte la música, el cine y las diferentes manifestaciones de la cultura siguen vivas, re-haciéndose o re-mezclándose en canales sociales, desde los más populares como YouTube, hasta los más subterráneos como 4chan. En paralelo, empresas como Spotify o Apple aprovechan las circunstancias para generar modelos de negocio adecuados (es discutible si son justos) a las nuevas dinámicas sociales surgidas de la red: acceso a la cultura todo el tiempo, y en todo lugar.

La cultura debe ser cultura libre. Lo que no excluye la idea de negocio, solo se trata de distribuir mejor lo que, de hecho, fue creado con la cultura de todos.

La vigilancia masiva

La industria del copyright inventó, en aras de proteger sus bienes culturales, formas legales de vigilancia. En Francia fue la ley Hadopi. En España la ley Sinde. En EE.UU. han sido las propuestas de SOPA, CISPA, ACTA,… entre otras armas legales vienen en camino que suponen, entre otras cosas, la creación de una policía de la propiedad intelectual, y, de fondo, un estado de vigilancia desde la red.

La vigilancia masiva no es un asunto nuevo en telecomunicaciones. Los antecedentes están bien documentados. Lo nuevo son las herramientas de vigilancia que arremeten con nueva fuerza contra todos los ciudadanos del mundo. Por mencionar algo, las nuevas tecnologías de vigilancia están implícitas en prácticamente todas las redes sociales.

Facebook, por ejemplo, solicita, almacena y procesa información personal de más de mil millones de personas. Con esa información aprovecha nuevas técnicas de predicción basadas en inteligencia artificial para propósitos publicitarios.

Ni qué decir de Google. Sus algoritmos de aprendizaje automático  avanzan incesantes recogiendo todo lo que encuentran a su paso. Aprenden nuestros comportamientos de navegación. Saben cómo buscamos, lo que buscamos, y hasta predicen lo que vamos a buscar. A cambio generan un entorno de vigilancia implícita o de rastreo digital que también tiene fines publicitarios.

Es muy difícil no dejar rastros en la web. Tienen que ser utilizadas otras redes para ser invisibles a la vigilancia de las empresas publicitarias y de los gobiernos que quieren echar un vistazo a nuestro anonimato y privacidad. Los partidarios de la libertad de la red sugieren navegar a través redes cifradas como TOR; usar monedas digitales anónimas, más allá de los bancos, como Bitcoin; comunicarse con software especial como Cryptocat u OTR. A esto le llaman deep web o web profunda. Hoy es cosa de personas con conocimientos técnicos especializados, como otrora era exigido para quienes querían modificar imágenes, remezclar música o vídeo, o navegar por la web sin publicidad. Hoy esto es cosa de techies, y no tardará mucho en ser cosa de todos.

La vigilancia masiva es un cáncer que deshace internet. Coloca en el centro el poder de un estado o una empresa, como si de una novela distópica se tratase.

 

La centralización excesiva de servicios

Si internet es una red descentralizada, aquello que centralice de forma excesiva sus servicios deshace internet.

Google comenzó como un buscador web muy eficiente y, poco a poco, avanza hacia el control mayoritario de la red.  Ahora es la máquina más sofisticada de anuncios publicitarios, que logra su cometido agregando más y más servicios: correos electrónicos, documentos, automóviles, teléfonos móviles, robótica, vídeos. Google avanza a lo largo y ancho de la red. En sus filas están las mentes más letradas de todas las ciencias de la computación y el marketing, y cada día perfeccionan la maquinaria que vigila y aglutina grandes porciones de la red. El resultado es una burbuja de la realidad que su algoritmos crean para nosotros en cada búsqueda que hacemos, con cada página que visitamos.

Facebook por su parte es una extensa muralla azul dentro de internet. Todo lo que existe en su interior (incluso las fotos de las últimas vacaciones que compartimos con los amigos) pertenece a un club privado (aunque expuesto a lo público), todo para propósitos publicitarios. Facebook crece desmedidamente tejiendo una red no-libre y una sola visión del mundo.

Por diseño, internet permite la transmisión de información de manera equitativa, sin preferencias, donde una persona tiene el mismo derecho de paso que una empresa gigante. Este es el principio de neutralidad. Hacer lo contrario es deshacer internet. Cuando el principio de neutralidad se rompe, los usuarios de internet ven limitadas sus opciones. Esto es como pagar por energía eléctrica y, sin embargo, tener limitaciones en el tipo de dispositivos que conectamos a ella.

La centralización de servicios en la red, daña internet. Como la fuerza magnética de un planeta de grandes proporciones, una empresa de internet es capaz de atraer a cada vez más usuarios. Por eso es necesario tener espacio para los más pequeños, que existan condiciones equitativas para el surgimiento de otros servicios, donde todas las voces estén disponibles, para que las alternativas y la innovación prevalezcan.

Re-hacer internet

Hace unos meses intenté hablar con mis alumnos sobre vigilancia masiva y aglutinación del conocimiento en Internet. Recuerdo que les hablé emocionado de cultura libre, de compartir el conocimiento y de cómo esto multiplica las posibilidades de hacer otra sociedad desde el internet. No fue fácil ganar su simpatía. Comprendí que lo que para mí es evidente, para ellos fue irrelevante e impráctico. Felizmente para mí, su postura comenzó a cambiar cuando comencé a hablarles de las personas que hacen cultura libre.

Les repetía a mis alumnos frases parecidas a “la apropiación del conocimiento se combate  compartiéndolo”, con Wikipedia como mi ejemplo favorito porque “sus artículos son editados de forma colaborativa por comunidades de todo el planeta.” Incluso les mostré el sorpresivo estudio de fiabilidad de la Enciclopedia Británica versus Wikipedia… Aunque lo que verdaderamente atrapó su atención fue la comunidad de wikipedistas; de cómo agrupa tantas personas interesantes y diversas, historiadores, ingenieros, abogados y más trabajando para el mismo fin; de su magnífico esfuerzo voluntario y cómo la pasan tan bien, muchas veces donando su tiempo libre. Encontré que el ejemplo de los wikipedistas sirvió para hacerles tangible y, sobre todo, real la cultura libre. El trabajo de los wikipedistas les resultó inspirador y la frase “Wikipedia es una enciclopedia viva” recuperó su sentido.

Creo que como profesores en ocasiones olvidamos lo emocionante que es aprender y que fallamos al transmitirlo a nuestros alumnos. Internet representa una oportunidad para recuperar esas emociones y transformarlas en nuevas experiencias de aprendizaje. Ejemplos sobran en personajes como

  • los hackers que organizan hackmeetings, ansiosos de contar lo nuevo que acaban de descubrir;
  • o en las y los wikipedistas que aman con locura encontrar fuentes de información confiables para compartirlas en artículos de Wikipedia;
  • o en las cientos de personas reunidas en esas fiestas —los hackathons— para programar aplicaciones sin preguntarse mucho qué seguirá después, porque lo que les mueve es estar allí con los amigos nuevos.

En buena medida, Internet está en deuda con esas pasiones compartidas.

No tiene mucho sentido hablar de los factores que deshacen Internet sin enseñar a apreciar el valor de la red. Ciertamente podemos —y tenemos que— debatir sobre enseñar en las escuelas de educación básica nociones sólidas de educación cívica para internet, hablo de cursos que formen alumnos que valoren derechos humanos como el anonimato y la privacidad, cursos para que reflexionen dos veces antes de entregar sus datos personales. Pero comencemos por enseñar que el valor de internet está en las personas que participan allí, solo entonces defender las variedad de opciones y oportunidades que nos ofrece internet será natural, como natural es defender lo que es de todos.

Alan Lazalde
@alanlzd

Hacer cuerpo

“Nadie sabe lo que puede un cuerpo

Fuente de la imagen: Wikimedia Commons

La mayor parte de las veces no sabemos que tenemos cuerpo hasta que lo sentimos, hasta que nos grita que no puede más, hasta que nos avisa de que como sigamos así se nos romperá, o hasta que se nos salta el corazón del pecho cuando recibimos una buena noticia o cuando vemos algo o a alguien que deseamos con pasión desenfrenada, hasta que no nos señalan con el dedo y nos discriminan por nuestro color de piel, nuestra morfología corporal, nuestra sexualidad o nuestra vestimenta o hasta que no nos damos cuenta de que la ciudad no ha sido hecha para los que son diversos, topando contra el bordillo de una acera que parece un acantilado. Para mucha gente el cuerpo es eso transparente que somos casi sin saberlo, eso que hacemos casi sin notarlo. Nos pasamos el día hablando de cosas que lo suponen, lo teorizan, lo tematizan, lo plantean, lo describen siempre de formas peculiares y, comúnmente, bastante enrevesadas: baste pasar por un bar un domingo por la tarde para que veamos cómo un simple giro de rodilla, una carrera mal pegada o un mal gesto en un campo de fútbol se convierte a ojos de muchas personas en algo sobre lo que dirimir incansablemente durante los días venideros. Pero el mismo oleaje de repercusiones puede desencadenar un do de pecho en un auditorio o una sutil caricia y una mirada entre las sábanas.

A pesar de esta inversión en maneras de contarnos, hay muchas veces que lo consideramos, lo notamos o lo sentimos, pero no encontramos palabras o maneras de hablar de “ello”. Y es en esas situaciones que podemos reivindicar, aún sacándola de contexto, esa conocida frase del filósofo sefardí Baruch de Spinoza que, como un rayo contundente del pensamiento; que como un haiku, describe, ilustra y abre a la intuición de lo que tantas veces nos ocurre, pero de forma sucinta, contundente y cotidiana: “Nadie sabe lo que puede un cuerpo”. Porque la mayor parte de veces no sabemos a ciencia cierta lo que es, o lo que puede llegar a ser “eso” que somos, en soledad o en colectivo, sin saber serlo hasta que prácticamente desempaquetamos hasta dónde puede llegar, con qué se puede conectar y cómo puede crecer o menguar en su capacidad de acción.

Hay diferentes formas de “hacer cuerpo”

Fuente de la imagen: Wikimedia Commons

El caso es que “el cuerpo” ha venido siendo uno de los grandes asuntos del pensamiento para no pocas tradiciones y culturas. Nuestras contemporáneas instituciones educativas e investigadoras están ancladas culturalmente en una particular herencia semítica que, aun en su versión moderna, nos ha venido obsesionando acerca de los dimes y diretes de la homología o la unicidad de cuerpo y alma. Y ese fenómeno que, aquí y ahora llamamos cuerpo, se nos aparece casi siempre en singular; eso que permite describir y mostrar lo que somos en tanto que seres únicos e individuales: el chasis o el basamento de lo que somos como personas. Disciplinas como la filosofía desde el siglo XVI o más recientemente desde el siglo XIX la biología o la psicología no han cejado de intentar analizarlo, diseccionarlo, estudiarlo, delimitarlo y medirlo de cien maneras, ponerlo en palabras e imágenes (como esas fabulosas láminas y transparencias de anatomía superpuestas que nos sugieren  su compleja composición, digna de un orfebre); e incluso convertirlo en un asunto de interés público, como en los estallidos de una pandemia, o el desarrollo histórico de las prácticas de higiene…

Pero la contundente frase de Spinoza resuena y percute una y otra vez volviendo sobre nosotros, como la marea sobre la playa, desfigurando esa imagen individual y nítida. Y el caso es que, aunque se han construido edificios increíbles de conocimiento sobre lo que se dice son nuestros organismos –la composición irisada de nuestra piel, los tejidos de nuestros órganos, el funcionamiento de la percepción o la circuitería bioelétrica de lo que llamamos sistema nervioso–; y aunque dediquemos innumerables horas a aprender a moverlo con la gracia y salero de una bailaora o con la precisión fina de un carpintero, cuando menos nos lo esperamos “eso” nos sale por peteneras, se nos aparece siempre mezclado y otras fragmentario y distribuido; y nos muestra algo que antes no habíamos notado o visto y se nos abre por un sitio que no hay quien lo entienda, objetive o ponga en palabras, al menos de primeras.

En estas situaciones esa experiencia con aristas y bordes pronunciados se nos aparece como lo que necesitamos paladear o discernir, invirtiendo dinero y esfuerzos considerables para encontrar el instrumental, los dispositivos de registro, con el objeto de entender e intervenir eso que nos pasa, en otras palabras, para “hacer cuerpos”: para conjugar eso que se aparece y que se manifiesta en no pocas ocasiones con una pluralidad que no acaba de poder componer una imagen unitaria, sistémica y bien ordenada de lo que somos y podremos ser. Porque, a pesar de lo que creamos, la tozudez extraña de eso que somos no se nos revela a primera vista y requiere de nosotras nuestra mejor inventiva para crear buenas preguntas que nos permitan mostrar la pluralidad y las muy diferentes maneras de hacer cuerpo, para hacerlas relevantes.

Aprender a afectarnos

Fuente de la imagen: Wikimedia Commons

Sin embargo, una de las principales cuestiones a plantear para poder comenzar a hacerse buenas preguntas es quién tiene la competencia del  “hacer cuerpo”. No en vano  el cuerpo ha venido siendo desde hace algunos siglos uno de los principales lugares donde se ejerce el control social y en torno al cual se han venido erigiendo innumerables saberes monopolio de expertos que quieren “decir verdad” sobre lo que nos pasa, que dicen saber lo que nos pasa. Un cuerpo que “tenemos”, pero que en realidad “es tenido” por otros. Un cuerpo que quizá tengamos que redistribuir, lo que es tanto como aceptar que tendremos que pensar entre todos, en común, lo que nos pasa.

Tener el cuerpo, recuperarlo, sin embargo, requiere de nosotras un pequeño esfuerzo, porque en el fondo significa “[…] aprender a afectarse, esto es a ‘efectuarse’, a ser movido, puesto en movimiento por otras entidades, humanas o no humanas”. Y para ello necesitamos aprender, hacernos sensibles a nuestra propia experiencia, a eso que somos y a toda la gran cantidad de cosas que, en realidad, ya sabemos; a lo que nos da la vida y, sobre todo, a lo que nos mata. Por eso, necesitamos encontrar maneras de reunirnos en torno a nuestra experiencia para explicar en palabras, para crear cacharros y buscar diferentes andamiajes articulatorios que nos permitan discutir y compartir nuestras experiencias, nuestras dolencias y gozos.

Hay ocasiones en que esto se nos hace muy fácil, porque la experiencia compartida, aunque difícil siempre de articular, se nos revela de forma brutal y preclara. El increíble historial de tecnologías y saberes bélicos, así como la violencia y masacres que han permitido a lo largo del siglo XX han sido, paradójicamente, uno de los mayores vectores de explicitación de los límites y nuevos escenarios para hacer cuerpo. Pensemos, por ejemplo, en el uso de gas en la Primera Guerra Mundial donde se experimentó a placer con innumerables compuestos químicos para aniquilar masivamente, donde los diferentes bandos en contienda intentaron controlar o diseñar las nubes de aire mortal, no sin muchas veces acabar muriendo víctima del propio “terror desde el aire” ante un cambio de viento, aprendiendo de forma macabra a entender sus efectos en las propias carnes.

Pero en la mayor parte de otras situaciones necesitaremos encontrar la manera. Y requerirá de nosotros un esfuerzo para intentar, como nos proponen ZEMOS98, “representar las realidades no comúnmente representadas en los medios”, con el objetivo de que más allá de una brecha entre saberes expertos y profanos, podamos explorar los contornos de una educación expandida sobre lo que es nuestro cuerpo, sobre lo que nos pasa. En contextos como el que nos explican en este vídeo buscaban “representar visualmente el trabajo en grupo y su inteligencia colectiva”, generando talleres y montando pequeños experimentos para “escuchar iniciativas de otros lugares y poder conectarlo con lo que está pasando en tu vida”. Experimentos, situaciones, cacharros y formas de sentarse a compartir la experiencia del tipo de las que aquí nos relatan (sobre cómo mostrar a los migrantes; juegos con diseños metodológicos para construir representaciones en común, como el montaje de la portada de un periódico ficticio de economía feminista) son cruciales para hacer accesibles y apropiables por parte del común los procesos de conocimiento del “hacer cuerpo”.

“[…] Es a partir de la construcción de una comunidad de experiencia que cada cosa que experimentamos puede convertirse en mundo común”. En esta línea, pensar en el “hacer cuerpo” pudiera abrir una línea de indagación modesta sobre los cuerpos y los saberes comunes de diferentes colectivos y grupos –despectivamente denominados legos, bastardos o desclasados–; experiencias enormemente inspiradoras que nos ayudarían a hacernos buenas preguntas sobre el hacer cuerpo para así poder recuperar y redistribuir la competencia del aprender a afectamos. En ello nos van muchas cosas. La primera y más importante quizá sea la posibilidad de extender la democracia a territorios encarnados dominados por el saber experto y tecnocrático

Tomás Sánchez Criado
@oleajeinfinito

Aprender a afectarse: un enfoque procomún del trabajo social

Cada día son más los ciudadanos cuyos padecimientos no son medicalizables.  Una veces porque los males tienen un carácter multicausal e incierto (pacientes crónicos), otras porque son el efecto mismo de un diagnóstico controvertido (gentes con adicciones), a veces porque se trata de males huérfanos y, con frecuencia, porque son efectos de situaciones de dependencia, pobreza o  exclusión. No ser medicalizados implica que nuestros sistemas de salud tienden a inhibirse porque están diseñados bajo el paradigma de la curación. Tampoco es menor el impacto que tiene el alto coste que representan los pacientes crónicos para el sistema, pues por todas partes se ensayan protocolos orientados al autocuidado, tanto dentro como fuera de las instituciones.

La inexistencia de una expectativa de cura expulsa al ciudadano del sistema sanitario y lo integra en las redes de la beneficencia y protección social. La nueva relación con la administración está vertebrada alrededor del paradigma del socorro. Más que atender su cuerpo, los nuevos profesionales tienden a querer gobernar la conducta. Por supuesto, en la nueva situación se trabaja mucho la gestión de las culpas, la autoestima, las inseguridades y demás formas de fragilidad  y/o subordinanción. Nunca hay que desdeñar del todo que predominen entre los benevolentes actitudes más tutelares que cooperativas y menos horizontales que jerárquicas. Incluso en situaciones tan atípicas, dolorosas o extremas, puede mostrar su rostro más duro el gesto experto, siempre arrogante, casi nunca compasivo y, en general, paternalista.  Pero, en fin, todo sea por la causa, pues con frecuencia nos asomamos a escenarios de mucha desesperación.  Y así todo funciona en la seguridad de que si no hay cura, al menos habrá esperanza de una mejora en la calidad de vida.

Los parámetros que definen la nueva situación ya no son experimentales, no se miden con máquinas que arrojan una medida de la temperatura corporal, la presión sanguínea o cualquier otro desajuste funcional. No ignoramos la existencia de multitud de dispositivos orientados a contar (medir y también narrar) algunas afecciones respiratorias, adictivas o alérgicas cuya etiología es confusa y controvertida. Y no hablamos sólo de enfermedades, sino de las derivas que tratan de arquear el llamado quantified self. Por más que se expanda la cultura de la auditoría, siempre habrá nociones o configuraciones cuya complejidad será difícil reducir a variables cuantificables.

La calidad de vida, por ejemplo, no es un concepto experimental y global, sino experiencial y comunitario. Cualquiera que quiera comprender lo que (nos) pasa tiene que entender lo que decimos con nuestras propias palabras. No hay estándares de obligado cumplimiento, ni lingüísticos, ni técnicos.  Para conocer(nos) hay que escuchar(nos).  Ahí está la gracia porque al escucharnos reconocemos en el dolor ajeno el nuestro propio, y así admitir que las otras formas de contar el problema, sin dejar de ser singulares, pueden ser compartidas o, en otras palabras, no necesitan ser objetivas para ser validadas.

Si quienes escuchan reconocen su cuerpo en las palabras ajenas, entonces, la conciencia del cuerpo singular es una condición emergente entre quienes se afectan mutuamente.  ¿Y si tener un cuerpo consiste en aprender a afectarse? Cabe entonces la posibilidad de que la condición de afectado no sea el efecto de un diagnóstico, una catalogación, una etiqueta o una cifra.  Cabe la posibilidad, decimos, de que la afección sea fruto de un aprendizaje y no la consecuencia de una demostración.  Cabe la posibilidad, insisto, de que lo expertos no sean imprescindibles y de que su presencia sólo la podamos entender como mediación, como facilitación y como donación.

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Tenemos muchos ejemplos a favor de nuestro argumento. Desde Alcohólicos Anónimos y otras formas de adicción hasta las luchas de los enfermos mentales por sacudirse el estigma de un diagnóstico o de los afectados por el llamado síndrome de la Guerra del Golfo para transformar sus conjeturas en un dictamen. En todos los casos, la solución del problema ha partido de una puesta en común, una forma de  asambleamiento, de problemas, personas, dispositivos, conceptos y formas de organización. Estamos hablando de estructuras entre pares (concernidos), de organizaciones distribuidas (sin centro), de prácticas mutualistas (socializadoras) y de experiencias polifónicas (plurales).  En todos los casos nos referimos a colectivos que han tenido que configurarse como comunidades de aprendizaje que trabajan con el único material seguro a su disposición: lo experiencial.

Lo experiencial siempre es un material abundante.  Todo el mundo tiene mucha experiencia sobre los que le pasa y ninguna experiencia es más valiosa que las demás, salvo que esté contrastada en común.  Todos somos expertos en experiencia. Todos podemos aprender a ser expertos en experiencia. Pero la experiencia siempre fue catalogada de circunstancial, contingente, caprichosa, prejuiciada, inestable, personal y sesgada. La lista de calificativos con los que ha sido desechado su valor cognitivo es interminable.  De hecho saber algo, saberlo bien, era algo que se conseguía mediante gestos que deslocalizaban, descontextaliazaban y descorporeizaban los conocimientos. Desarraigar era imprescindible para objetivar y, en consecuencia, nada era más contrario a la tarea de producir conocimiento que permitir la presencia, siquiera entre líneas, de lo local, lo cultural o lo personal.  Pero lo que vale para tratar lo que pasa, casi nunca sirve para narrar lo que (nos) pasa.

Los expertos en experiencia son insustituibles porque hablan de lo que nadie conoce mejor que ellos. Mas aún, si ya han sido de una u otra forma desahuciados por las instituciones, cualquier mejora en su calidad de vida tendrá que proceder de su habilidad para transformar el material desechado en los laboratorios en la materia con la que construir un relato que les permita recolonizar su propio cuerpo mas allá de los imaginarios que lo han estigmatizado como inútil, discapacitado, incurable, adicto,  distópico o crónico. Recolonizar el cuerpo es tanto como decirlo con palabras que no pertenezcan al discurso experto y que resistan el dictum biopolítico. Es sentirlo, nombrarlo y contarlo con un lenguaje nacido de la experiencia compartida de ese aprender a afectarse.

El enfoque procomún no pretende explorar los senderos del conocimiento abierto o las prácticas de la medicina participativa. Nada es más procomunal por ser más abierto.  La participación, el nuevo imperativo de nuestras sociedades democráticas, tiene por desiderátum mejorar la funcionalidad del sistema, público o privado. No falta quien aprendió a desconfiar de los proyectos que presumen de abiertos y/o participativos. Sabemos de muchos casos en los que la acción de abrir y/o participar sólo son las autopistas que conducen al robustecimiento de nuevos regímenes de propiedad y de privatización de lo público.

El enfoque procomún aspira a promover y provocar comunidades vivas que entre todos y con las sobras construyen el material que los sostenga como interlocutores confiables en el espacio público. Son los públicos que promueven la innovación social y ensanchan la democracia.  Aprender a afectarse es aprender a vivir en comunidad e implica ensanchar el perímetro de lo público y disolver las líneas imaginarias que dividen el mundo entre capaces y discapaces, entre expertos y profanos y, en fin,  entre los gestos institucionales y los extitucionales.

Antonio Lafuente
@alafuente

Hacer el amor con la ciudad

citylove_aryz-ul-pomorska-67-lodz-poland-www-galeriaurbanforms-orgTodos merecemos una ciudad un poco mejor que la que tenemos. Y cuando ya somos cuatro mil millones los humanos que las habitamos, no es extraño que cada día susciten mayor atención.  La urbe se expande bulímica y no parece conocer límite su despliegue vertiginoso. Entenderlas se ha convertido en una empresa desmesurada. Pero nosotros no queremos escribir como lo hacen los geógrafos o los sociólogos. Vamos a medirnos con lo obvio: sólo con lo que (nos) pasa y muy poco con lo que pasa. Queremos subrayar lo experiencial antes que lo experimental.

Las ciudades son un artefacto colosal que regula, modula, condiciona y asfixia, pero que también amplia, extiende, potencia o multiplica nuestras posibilidades. Es prácticamente imposible escapar a su ubicuidad e influjo. Pero siendo entes tan cercanos, nos han enseñado a tratarlas como si fueran volcanes o mares, como si nada pudiéramos hacer para modificarlas. ¿Debemos seguir habitándolas como si las dificultades que experimentamos fueran irresolubles? ¿Tenemos que aceptarlas tal como las encontramos? Admitámoslo con modestia: errores de diseño que no le permitiríamos a un medicamento, a un juguete o a un programa de software, nos los tragamos en la urbe sin protestar. ¿Hay alternativa para esta indolencia? Es verdad que la escala de nuestras ciudades puede paralizarnos. Y si vemos la ciudad como algo tan grande que nos desmoviliza, ¿cómo podremos amar algo que sobrevive en medio de tanta indiferencia? Nuestra propuesta, sin embargo, está clara: no sólo podemos amar nuestra ciudad, sino que podemos hacerle el amor. Y te lo vamos a explicar.
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Sabemos que para muchas personas es más fácil enamorarse de una ciudad ideal cualquiera; es decir, de un concepto rotundo antes que del espacio destartalado que transitamos. Y quizás sea comprensible, porque en una ciudad perfecta es tan fácil tener garantizados los derechos, como abastecer nuestras necesidades con solo abrir un grifo, bajar a la compra, caminar hasta el teatro, jugar en los columpios o deambular por las calles entre escaparates repletos y rostros satisfechos. En la ciudad que vivimos, en cambio, no hay sitio para aparcar y cualquier extraño con prisa puede maldecirte por haberlo tropezado. Vivimos entre humos y atascos, con salarios enclenques y con vacaciones poco reparadoras para lo que nos merecemos.
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Nosotros nos vemos obligados a elegir entre alguna de las dos posiciones. Y lo reconocemos sin pudor: amamos las dos ciudades, la utópica y la distópica, pues ambas comparten el mismo espacio: coexisten y se interpenetran. No es que la ciudad, como dice Jaime Lerner, deje de ser el problema para contener todas las soluciones. Es otra cosa, implica otro gesto. Llamadnos frikis si queréis, pero nosotros no desertamos de una pasión por la ciudad que no se conforma con amarla, sino que también reclama el derecho a ser correspondido.

Amar una cosa tan descuidada o desigual puede parecer descabellado, pero nosotros vemos otras cosas. En la ciudad encontramos una asombrosa producción del ingenio colectivo. Os confesamos el secreto: descubrir en cada esquina muchas decisiones inteligentes. No hay que compartir los valores que las inspiraron, ni las prácticas que las hicieron posibles, para admirar la voluntad de construir el entorno material que por antonomasia da soporte a nuestras relaciones. La ciudad nos hace posibles como comunidad, y eso es tan fascinante y público como evocador y enigmático.
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Somos muchos. Tantos y tan diversos, que es poco probable que todo se desarrolle entre sonrisas, mientras compartimos el espacio y nos prestamos ayuda mutua. Pero una buena ciudad debería intentarlo siempre. Tendría que ser hospitalaria. Debería ayudar a que la convivialidad se consiguiera sin heroísmos, con poco esfuerzo: el invento ciudad funciona cuando sus infraestructuras no sólo son usables, sino que nos cuidan. Igual que a una cama le pedimos que regenere nuestra espalda mientras dormimos, también esperamos de nuestras ciudades que nos ayuden a estar alegres, sanos y cultivados.

Nadie discute la grandeza de este gran artefacto que llamamos ciudad. Su factura es cosa de siglos y siempre ha reclamado mucha determinación generacional para que funcione. La hemos construido entre todos, poco a poco, paso a paso, con tenacidad y multitud de herramientas. Porque la adaptación a la vida urbana requirió una particular relación con el espacio tan sensible a las necesidades de momento como atenta a los deseos de futuro. Los humanos urbanos ponen en marcha infraestructuras para compartir recursos y conocimientos que sólo tienen sentido como empresas colectivas, ya sean hospitales o parques, ya sean mercados o fiestas. La iluminación, la salubridad o la fluidez de nuestras calles son bienes tan queridos como compartidos. Es cierto, la ciudad es inimaginable sin la solidaridad. Y esta relación tan elusiva es emocionante. ¿No es conmovedor lo mucho que nos necesitamos y lo importantes que somos unos para otros?

Se nos escapa la alquimia implícita de ese “ayudarnos sin darnos cuenta”. Discurrimos por las calles en modo individual(ista). Pensamos la urbe como un mero espacio de tránsitos cansinos y  como redundantes, donde cada día repetimos el trayecto que une el lugar de trabajo con el sitio donde vivimos. Y poco más: trabajar, descansar, tener algunos ratos de ocio a la semana y desplazarnos hasta los lugares donde nos distraemos. Así es como habitamos la urbe, y así es como la diseñamos. La ciudad ha sido pensada por técnicos y políticos, y en las últimas décadas por las corporaciones financieras y/o inmobiliarias, sin implicar otros gradientes, ni mediar distintos agentes. Así las cosas, todo está gobernado por el santo Grial de la eficiencia en los transportes y, en el mejor de los casos, por el reparto relativamente equilibrado de otros recursos y servicios. ¿Sólo gestión técnica?  Podemos respetar la burocracia sin necesidad de querer que la ciudad sea una producción tecnocrática. ¿Hay más? Si la respuesta fuera sí, somos tan frikis que también nos conmueve la mucha sabiduría que hay en este prosaísmo aparente.
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Nos gustaría contagiaros la emoción que nos producen tantos siglos dedicados a garantizar esta honrosa empresa de la vida en común. No importa que veamos muchas inconsistencias y fallos, pues también hay cierta poética en la tozudez con la que nuestras ciudades se equivocan o desquician. El asunto es que la ciudad se articula conectando funciones a sitios donde se hacen las cosas productivas, y eso nos mete de lleno en un juego tan invisible como sofisticado:  crear con nuestros pasos el espacio que hay entre la vivienda que habito  y el trabajo que ocupo y, de la misma manera, desde el que separa el trabajo con el polideportivo, con la escuela y vuelta a empezar, salvo que al día siguiente tendremos que incluir una visita al médico, al cura o al abogado. Nos hemos hecho insensibles a toda la exuberante riqueza de lo que hay entre medias, a lo que sucede en los márgenes de esos puntos imaginarios de la trayectoria y alrededor de ese goteo de pisadas que da sentido al sistema completo o, con otras palabras, que crea lo urbano. Y al olvidarlo nos conformamos a una ciudad utilitaria, pero aburrida (antesala antropológica y etimológica de aborrecida, dos términos que tienen la misma raíz latina, abhorrēre).

Lo repetimos: la indolencia no es un destino inapelable. No tiene que ser así. Nadie nos obliga a ser predecibles, sosos o convencionales. Podemos intentar otra manera de vivir la ciudad. Lo diremos sin paliativos: podemos hacer ciudad. Lo que sigue, es una invitación a explorar la ciudad de otra manera. Queremos mostrar que hay más maneras de habitarla que las asociadas a ese aburrimiento funcional que estamos denunciando. Hay maneras de sentir la ciudad que la asocian con ideales de justicia, convivialidad o higiene. Hay formas de transfigurarla si logramos acompasar nuestro paso con nuestro deseo. Ya lo anunciamos en el título de esta pieza. A la ciudad hay que amarla como es y no como profetas de un romanticismo en clave de fuga. Lo que intentamos es hacer nuevas ciudades que podamos amar desde lo que ya tenemos.

¡Seamos realistas y hagámosle el amor a nuestra ciudad! ¿Que cómo se hace eso? Pues proyectando, es decir, observando no sólo la realidad sino también sus posibilidades y perdiendo el miedo a intervenir, convencidos de que la ciudad donde vivimos nos pertenece y podemos hacer que se parezca a nosotros. Es tan fácil como decorar a tu gusto la habitación donde vives y tan complicado como pactar los arreglos decorativos del salón que compartes. Así es como procedemos en los huertos urbanos, en las transformaciones de espacios compartidos, en las redes de intercambio de libros o en las comunidades que tratan de hacer algo que rompa con el dictado del sota, caballo y rey, como En bici por Madrid.

Todas estas experiencias tienen mucho en común, pues todas dinamitan la línea de puntos que unen sin solución de continuidad la vida doméstica a la laboral.  Serán modestas, pero son trascendentes, si es que queremos que  la ciudad cambie cada día, que la urbe sea un espacio al alcance de nuestras manos, que las calles se “fraseen” de otra forma, que cuelguen de las esquinas otros recuerdos. También se cuida de la ciudad cuando hacemos cosas con ella, cuando la ponemos de fiesta, siempre que la hacemos impredecible, cada vez que la sentimos diferente. Igual que el lenguaje se pone de fiesta con las metáforas apropiadas, las ciudades vibran con nuestro devenir bohemio, experimental o rebelde. Nuestras ciudades nos pertenecen y todos los años hay que sentirlos con nitidez. Las calles, las plazas y los parques, el metro, las bibliotecas y los templos, como también sus atmósferas, mobiliario y ordenanzas son nuestros. Pero no basta con saberlo. De nada sirve leerlo, que nos lo cuenten o que te lo declamen. Hay que habitarlas, hay que compartirlas, hay que quererlas. Tenemos que usarlas, cambiarlas y explorar sus posibilidades.

Lo diremos de una vez: hay que experimentar la alegría de tener un amor y de hacer cosas juntos. Tenemos que enredarnos con la urbe, como quien la baila. Que los poetas le canten, mientras ensayamos con nuestras pisadas otros fraseos, distintos atajos, diferentes roces, y así ensayar otras maneras de sentirla, recorrerla y poseerla. Hacerle el amor a la ciudad no tiene por qué ser una tarea continua, puede ser un flirteo, un rato de seducción o una noche de pasión. Ten cuidado y no la menosprecies, pues después de probarlo, te quedas enganchado.

Hay urbanistas que identifican la ciudad con un ordenador, y lo que sucede en su interior con los programas que una vez instalados te permiten ejecutar tareas. A nosotros nos gusta esa metáfora porque en el acoplamiento de una cosa con la otra se visualiza “el giro”, ese “gran momento” donde el ayuntamiento se consolida y la  super materialización de los cuerpos enredados con las plazas y de la carne revuelta con el asfalto. De pronto todo tiene sentido: pertenecemos a la ciudad, de la misma manera que nos pertenece. No como propietarios, sino como amantes. La ciudad entonces sirve para algo y para alguien.

Hacer el amor con la ciudad es instalar nuestros propios programas. Personalizar el escritorio para jugar, para trabajar, para conversar, para pasear por internet. Es domesticarla con nuestras reglas, que no anulan las del resto. Todos podemos hacer que nuestras ciudades sean un artefacto maravilloso. No importa lo tremendas que parezcan, ni lo frágiles que les parezcamos.

¿Un artefacto maravilloso? Sí, hagamos el amor con ellas.

Aurora Adalid
@auroravolant

Antonio Lafuente
@alafuente

Hacer Internet

Era 1998 y, cada vez que alguien mencionaba la palabra «internet», ésta solo me significaba misterio y curiosidad. Aún lo es. Todavía recuerdo la sensación de abrir Internet Explorer para escribir, letra por letra, casi como un mantra, «hache te te pe, dos puntos, diagonal diagonal, triple doble ve, algún sitio punto com».

Yo no nací con internet en la manos, fue un profesor quien me guió para entrar por primera vez a la red. Me entregó los mismos instrumentos de navegación que hoy sigo utilizando, una computadora y un navegador web. Sin brújula ni mapa, tuve lo necesario. Tuve libertad y curiosidad. Sus primeras lecciones fueron sencillas, me impulsaron para emprender este viaje que sigue sin acabar. Al menos en mi caso, el guía cumplió su misión.

De esa manera, internet pasó de ser un misterio absoluto a convertirse en la mejor herramienta que he conocido para el auto-aprendizaje y la comunicación. Estas dos características, estoy convencido, son el combustible y el motor para «hacer internet».

Ahora vayamos medio siglo atrás.

Licklider, visionario

La historia de Internet es la historia de muchas redes, redes de dispositivos con sus cables y señales inalámbricas, redes de personas con sus móviles y laptops. Los héroes de esta historia son excepcionales, como el atípico J.C.R. Licklider, psicólogo pionero de Arpanet (el primer internet), quien escribió de manera profética en 1960, antes de las computadoras personales, antes de cualquier idea acerca de internet, las siguientes palabras:

«estamos entrando a una era tecnológica en la que seremos capaces de interactuar con la riqueza de la información viva, no de la forma pasiva en la que estamos acostumbrados a usar los libros y las bibliotecas, sino como participantes activos de un proceso en curso a través de nuestra interacción con la información, y no simplemente por nuestra conexión con ella» — Man–Computer Symbiosis

Licklider habla de la interacción activa con la información, que no es otra cosa que el aprendizaje auto dirigido, un proceso colateral de conocer internet. El psicólogo norteamericano fue más lejos todavía en el mismo texto:

«Parece razonable prever, de aquí a 10 o 15 años, un «centro de pensamiento» que consolidará las funciones de las bibliotecas de hoy en día… Esto sugiere una red de tales centros, comunicados unos con otros…»

nodos

Fotografía de OnodoMex

La unidad persona-ordenador es un «centro de pensamiento» que encuentra su verdadero potencial en la comunicación, porque la comunicación, con sus lenguajes y símbolos, es lo que creamos para conectarnos con los demás.

Tanto en el internet primigenio, como en el de la actualidad, los pensamientos viajan de persona a persona, distribuidos en pequeñas piezas de información que atraviesan miles de máquinas de hardware y software, desde antenas Wi-Fi hasta navegadores web o redes sociales, en un proceso incesante de ida y vuelta. En este sentido, podemos decir que los «centros de pensamiento» interconectados son internet. Pero creo que es mejor decir que El Internet son las personas, y no las máquinas, en otra forma de hacer sociedad.

Auto-aprender, copiar

Aprender es una actividad individual que requiere una guía. Pero para la persona autodidacta la guía es uno mismo y su primerísima forma de aprender es copiar. Y en este proceso tan simple de copiar-aprender es donde el autodidacta comienza a hacer internet.

«Internet es una máquina de copiar», escribió Kevin Kelly alguna vez. Estoy de acuerdo. Copiamos las páginas web a nuestro ordenador cada vez que las visitamos. Copiamos bits en cada retuit en Twitter, en cada compartir en Facebook,… Copiamos para compartir, sí, pero sobre todo copiamos para aprender.

Internet, casi por definición, nos conduce todo el tiempo a aprender por nuestra cuenta. Desde el acto del descargar una aplicación, hasta en el de usar esa nueva red social, nos encontramos solos frente a la máquina, solos desciframos toda clase de signos, solos aprendemos para aprender más. Aprender por cuenta propia para luego comunicar.

Comunicar, conectar

Comunicar, en esencia, es sobre conectar con los demás. Conectamos ideas, pensamientos, sentimientos, y tal vez mucho más. Vamos, que comunicar es una causa y su efecto es la comunidad.

Por su parte, internet eleva en alcance y las posibilidades de comunicación entre las personas. Es una plataforma tecnológica donde lo natural es compartir, colaborar, innovar, reinventar… Donde lo natural es aprender y su efecto también es la comunidad.

El auto-aprendizaje ha alcanzado niveles de esplendor gracias a la comunicación en internet. Aquí es donde los hackers pueden contarnos historias heroicas al respecto.

Hackear, educar

La ética hacker es una metodología muy efectiva de aprendizaje en comunidad, fue incubada en el internet de los años 70 y está presente, a veces invisible pero perfeccionada, en las tecnologías que dominan nuestra vida. Por ejemplo, el Silicon Valley del que emergieron Google, Facebook y Twitter sería impensable sin esa ética o cultura hacker. Y Wikipedia, la enciclopedia más extensa jamás creada por la humanidad, también se debe a esa cultura de compartir el conocimiento.

El hacker verdadero (nunca ese ser «malvado» y sobrenatural que aparece en las películas) está guiado por esa ética: abrir, compartir, descentralizar, y mejorar el conocimiento. Los resultados positivos son evidentes y están bien documentados en libros como el de Pekka Himanen, “La ética del hacker y el espíritu de la era de la información”.

Guifi-Net es una red abierta, libre y neutral, una red construida por ciudadanos. Quizá es como internet debió ser desde el principio, pero de esto hablaremos después.

Creo que procurar la formación de personas autodidactas que comuniquen su conocimiento, es decir, la formación de personas basada en ética hacker, es clave para hacer un mejor internet y, en consecuencia, para hacer una mejor sociedad. Por eso necesitamos más profesores, más escuelas, más sistemas educativos, más gobiernos, que enseñen a hacer mejor internet.

Internet, hoy

Internet evoluciona como si fuese un ser vivo del que formamos parte. Pasó de ser una tecnología solo apta para expertos a un bien de la vida diaria tan natural como el gas y la electricidad. Es un bien común, y aún más que eso porque se ha convertido en el recurso definitivo para la creatividad.

La evolución de internet está guiada por nosotros. Ayer era un sistema de comunicación entre científicos, hoy un tejido social complejo como un fractal. Hoy podemos crear, casi sin conocimientos técnicos, toda clase de páginas web, tiendas en línea en cuestión de minutos, sistemas completos de fondeo colectivo (crowdfunding), incluso arrancar nuestras propias redes sociales. Y seremos capaces de hacer más.

Jorge Luis Borges escribió en uno de sus cuentos más leídos: «Yo afirmo que la Biblioteca de Babel es interminable.» Internet es esa biblioteca, una donde además de leer, podemos escribir. Por ejemplo, muy pronto seremos capaces de crear sistemas de inteligencia artificial como si jugáramos con bloques de Lego y los conectaremos con cualquier cosa imaginable a la Internet de la Cosas, la internet total. Esto para empezar; el resto es impredecible.

El Foro de Cultura Libre es un espacio para reflexionar temas relacionados con la cultura libre y el acceso al conocimiento. Allí se hace internet desde y para la cultura.

Hacer internet supone un reto educativo de proporciones considerables para alumnos, profesores, padres de familia, gobiernos e instituciones. Aprender y crear incesantemente desde la red, en red, y para la red, replantea profundamente la mayoría de nuestras actividades, replantea la cultura entera y esto es realmente emocionante.

Hagamos más —y mejor— internet.

Alan Lazalde
@alanlzd

De la taylorización a la tallerización de la cultura

The choreography of labor: TsIT cyclograph testing motive efficiency

Taylorizar un proyecto supone desagregarlo en tantas partes como se pueda y, a continuación, asignarles una posición en una cadena de eventos sucesivos y, en paralelo, en otra cadena de valor. Así, cada fragmento tiene su jerarquía, su responsable  y su momento en una cadena de producción y reproducción. Taylorizar es poner a cada quien en su sitio y crear un sitio para cada uno. La finalidad de todo es mejorar la eficiencia del sistema y aprovechar mejor los tiempos. Nada importan las habilidades de los integrantes de la cadena, porque al ser desagregadas las funciones, basta con que cumplas la que se te asignó. Nada es híbrido (mezcla de culturas), aleatorio (dejado a la improvisación) o subóptimo (abierto a la adaptación). Todo debe encajar en una cadena de causas-efectos que funcione sin fricciones, sin tuneos, sin equivocaciones. Todo debe situarse en el nivel de máxima operatividad.

La taylorización crea especialistas programados, roles fijos, bordes vigilados,  diseños propietarios, prácticas sumisas y culturas cerradas. En las antípodas de la taylorización están las iniciativas hacker, los arreglos  del bricoleur, los prototipos abiertos, los colectivos amateurs, los hábitos populares y todas esas formas de codificar el conocimiento compartido que implican trucos, artimañas e improvisaciones. Los espacios DIYlos movimientos tácticos, los proyectos makers o los colectivos de  amantes de las plantas, la cocina el pachtwork, todos en su conjunto, encarnan y movilizan una cultura que quiere ser distinta. Una cultura que es contrahegemónica y que reclama el apelativo de radical.

Contrahegemónica y radical, pero no necesariamente izquierdista. Capaz de visualizar otro mundo posible, pero crítica con la idea de que la división en clases puedan explicar todos los conflictos que enfrentamos. Radical porque apunta en todas las direcciones y contra todas las dicotomías que crean falsos e innecesarios lugares de paso entre fronteras imaginarias. Radical porque las escisiones entre antiguo y moderno, entre funcional y obsoleto, entre viejo y joven o entre pasado y futuro son tan artificiales como interesadas al servicio de un mundo que ve rémoras en todo lo que no puede instrumentalizar sin descanso. Y junto a las mencionadas formas de territorializar el tiempo, también hay otras maneras de habitar la urbe que conducen a negar la pertinencia de esas dicotomías que quieren una tensión extrema entre privado y publico, entre tecnología y artesanía, entre amateur y profesional o entre producción y reproducción. Combatir estos cerramientos de la inteligencia y de la vida es apostar por lo radical, sin necesidad de ser izquierdista, sin necesidad de poner todos los huevos en la misma cesta o, en otras palabras, siendo un poco más postmoderno y un poco menos universal.

Hay que distinguir entre taylorización y granularización. Descomponer los proyectos en partes es dotar su despliegue de hitos intermedios que alcanzar. Hay mucha sabiduría en construir los proyectos para que una secuencia de pequeñas metas intermedias estimulen su continuidad, aprovechando así esa condición evolutiva del cerebro que premia estas sencillas victorias con descargas de endorfina. Granular, entonces, es una estrategia que sitúa a los actores en primer plano, tanto porque es una manera de hacer su trabajo más agradable y fértil, como también porque es una garantía de hospitalidad hacia quienes puedan interesarse en lo que hacemos. La descomposición en fragmentos de los proyectos favorece la incorporación de interesados, tanto los que tienen mucho tiempo, como los que apenas pueden distraer algún rato esporádico e intermitente. Los proyectos granulares crean espacios comunes, los taylorizados destruyen la comunidad. La taylorización es un gesto vertical, autoritario, arrogante y cerrado: antepone el rendimiento, niega la participación, ningunea las “otras“ destrezas del trabajador y es, en consecuencia, doblemente alienante, pues separa al trabajador del fruto de su trabajo y además lo separa también de sus habilidades cognitivas.

La taylorización del trabajo favorece su mercantilización y nos convierte a todos en prescindibles, contingentes y dóciles. Es la autopista que desemboca en la precarización. Es la estructura que confunde las organizaciones con su organigrama y que hace del trabajador un siervo de la máquina. Taylorizar la cultura es transformarla en información para que luego el mercado la convierta en un recurso. Y aquí toca, ojalá no lo haga demasiado pronto, preguntarse quién gana y quién pierde cada vez que se movilizan tales dispositivos. Si te toca el lado malo de la ecuación nunca encuentras respuestas bastante satisfactorias. Si estás en el otro, no deberías descansar en paz. Por eso necesitamos más conceptos para incluir en el repertorio de instrumentos con los que entender y cambiar el mundo. Tenemos que aprender a trabajar en el modo taller.

Tallerizar la cultura o la educación implica sospechar de todos los intentos de descomponer la vida del aula en tramos, niveles, objetivos, pruebas y calificaciones. También supone discutir la división por disciplinas, áreas, asignaturas o saberes. Y, desde luego, contrabandear esas fronteras que quieren separar lo formal de lo informal, lo académico de lo urbano, lo objetivo de lo político, lo tecnológico de lo artesanal y lo cultural de lo científico.  Ningún estudio creíble que se haya acercado lo suficiente a estas divisorias ha dejado de explicarnos las muchas formas de atravesarlas, especialmente por todas las gentes que son sus vecinos y las padecen.  Tallerizar la educación, entonces, implica apostar por otros modos de hacer que minimizan la distancia entre el que enseña y el que aprende, entre lo que llamamos saber y lo que entendemos por hacer, entre ser original y un buen DJ, entre producir y compartir, entre argumentar y visualizar. El taller parece el instrumento adecuado  para el despliegue del design thinking o, en otros términos,  para transitar desde las palabras a los actos, lo que es tanto como decir que se configura como un recurso óptimo para promover una cultura socialmente colaborativa, jurídicamente abierta, políticamente radical y epistémicamente plural. Sí, tallerizar la educación es una forma de hackearla.

Hemos confiado tanto en el seminario, el simposium o el congreso que nos sorprende su larga estirpe y su rápido envejecimiento. Es inevitable que acaben siendo expresión genuina de una cultura elitista y aburrida. El taller, el festival y la unconference siguen creciendo como formas más abiertas y practicables de intercambio de experiencias y conocimientos. No se trata de cambiar de palabras, sino de culturas. Ya nadie quiere escuchar brillantes peroratas. No se trata de mezclarse con las más listos, sino de inaugurar otros procesos. No tiene más mérito quien más sabe, sino quien más (se) ofrece. No se trata de alumbrar, desvelar o revelar nada, sino de escucharnos, compartirnos y cuidarnos. El mérito no es de quien firma primero, sino de quien cuida mejor. Y cuidar es hacer cosas juntos. ¿Es el taller el nuevo espacio que necesitamos?  ¿Será el taller el lugar de la crítica?

La cultura debe ser crítica. La cultura debe resistir cualquier precipitación y estar atenta a los muchos intentos de simplificación. Ser crítico implica no resignarse a los modelos reduccionistas. Ser culto no es saber hacer cosas. No basta con disponer de un catálogo de recetas a partir de las cuales resolver (nuestros) problemas. La cultura no sólo debe ser funcional. Mejor que lo sea, pero no es suficiente.  Para ser culto no basta con mapear los problemas, los territorios o los conflictos de forma verosímil, contrastada y normalizada. Ser culto no es lo mismo que ser un científico. Una cultura es crítica cuando sabe medir las consecuencias de las cosas. Una persona culta sabe ver la cara oculta de la Luna. No se conforma con los logros, también quiere calibrar los daños colaterales. Una persona culta sabe que es imposible iluminar ningún objeto sin crear una sombra. Una persona crítica sabe que en la sombra se acumula mucho dolor, mucha exclusión y mucha mentira que se ha creado con el mismo gesto que buscaba la felicidad, la democracia y la justicia. No hay una sin la otra y, por tanto, no hay cultura sin contracultura.

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Aprendizajes según el formato taller

El taller tiene sus monstruos: el imperativo del tallerismo y el mal de la talleritis. Hace poco padecí esa deriva que impone un solo modo de compartir conocimiento: el tallerismo. El tallerismo se explica fácil. Consiste en admitir que al aula se va a diseñar, discutir, compartir o remezclar recetas. Todo lo que no cabe en una receta es especulativo, discursivo, unidireccional y antiguo. Hay que hablar de cosas prácticas, rápidas, replicables y divertidas. Sin una presentación en pantalla, un paquete de post-it de colores, un momento de trabajo en corro y algún contraste de criterios dramatizado; los contenidos quedarán obsoletos, sus aulas estarán varadas y los profes perderán el derecho a ciudad. Educar no es enseñar, sino aprender juntos. Y aprender podría convertirse en acumular destrezas: herborizar plantas, tocar el piano, remezclar contenidos, recodificar algoritmos, narrar historias y recorrer el mundo.  Bonito sueño, y necesario.

Recapitulemos un instante. En el modo taller, el profe ya no se auto imagina como docente, sino como facilitador, mediador, entrenador, acompañante,… Un coach, dicen en las escuelas de negocios. Para dar un seminario hay que saber mucho del tema, pero para activar un taller se requieren otras habilidades, como las de ser versátil, ocurrente y sociable, como también no exagerar en el rigor, no exhibir erudición, no enredarse en virtuosismos dialécticos o no exigir demasiadas lecturas. Alguien que da talleres, el tallerista, opera como una especie de pegamento social y es el artista de la socialidad. Según cómo lo miremos, dependiendo de desde dónde lo consideremos, el tallerista podría ser un actor imprescindible, siempre atento al cuidado de los afectos y los efectos que se movilizan en el espacio del taller. Si el auditorio ya es social enterteiment, el taller podría devenir en terapia social. En el taller hacemos cosas, pero sobre todo las hacemos juntos y eso parece calmar la ansiedad de muchos. Me parece que no es suficiente y que algo falta. ¿Falta algo?

En el modelo taller se lee poco y con prisa. Se discute menos de lo que se habla. El objetivo no es problematizar nuestros conceptos, nuestras prácticas, nuestros códigos o nuestras tecnologías. El objetivo es apropiarlos rápido y convertirlos en un tutorial. Siempre hay mucha documentación. Todo se debe registrar y subir a la red. El esfuerzo documental es admirable y enseña el camino hacia una cultura más abierta y participativa. Siempre hay plétora de fotos, vídeos, dibujos, mapas mentales y demás manualidades. En un taller siempre hay tiempo para crear, procesar y postproducir resultados. Todos hacen de todo. No hay división especializada del trabajo. Hay un precio que pagar por todo ello, pues el modo taller consume mucho tiempo  y, en consecuencia, los procesos que inaugura deben ser concentrados y cortos. En fin, que no hay tiempo para lo tentativo, lo incierto o lo imperfecto.

En su forma más paródica, los talleres son un espacio de adocenamiento donde se forma gente obediente y conformista: exploradores de salón y no de campo, cocineros de domingo y no de diario, redactores de críticas y no lectores. Decantar una receta supone implementar prácticas trasladables entre distintos ámbitos del saber, pues implica contrastar experiencias, consensuar términos o trabajar colaborativamente. Pero asomarse a las sombras exige un compromiso de mayores riesgos como, por ejemplo, aceptar que la verdad seguramente estará muy repartida y que todos, incluso los que creen tener razón, deben renunciar a imponerla. No se trata de convencer, sino de convivir: hacer posible la vida en común.  El gesto crítico implica escuchar puntos de vista muy diferentes y, huyendo del consenso que siempre fue la forma en la que las mayorías se impusieron a las minorías, construir narrativas que no sean alérgicas a lo  frágil, lo contradictorio, lo dividido y, en fin, lo plural. Ser crítico es crear mecanismos que eviten la producción de más excluidos, más minorías, más periferias, más invisibles,… los muchos afueras con los que convivimos.

Si la taylorización nos hizo eficientes y alienados, la tallerización podría hacernos funcionales y estúpidos. Y a esa nueva enfermedad podríamos llamarla talleritis. La padece gente que ya no confía en las tradiciones dialógicas y que huye de las tensiones, los intersticios y las sombras.

Antonio Lafuente
@alafuente

En la cocina de lo que (nos) pasa

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Fuente de la fotografía: Wikimedia Commons

Hay algo ‒muy grande, muy inabarcable‒ que me gustaría poder contar en toda su intensidad. Pero es algo tan líquido, tan poroso, tan elástico, expansivo, transparente, disperso, intangible y multiforme que cuesta describir en unos cuantos párrafos.

Hablo de aprendizajes. De lo que ocurre cuando nos juntamos alrededor de una inquietud común y le damos forma, la intervenimos, la tocamos a muchas manos y hasta la desviamos de ruta por senderos inimaginables. Hablo del escalón que hay entre el inicio de un proyecto colectivo y su fin: una brecha no muy iluminada, habitualmente poco contada… donde se cuece la vida. Me refiero a las experiencias durante las cuales se dan aprendizajes comunes y se generan enseñanzas de código abierto y compartido. Aprendizajes que cambian las maneras de acceder al conocimiento y a la formación, tanto individual como colectiva. Cocinas permanentes de experimentos y aleaciones, donde lo que más importa no es su fin, sino cómo y entre quiénes se hace.

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El campo de cebada en La Latina, Madrid

Ocurre en los huertos colectivos, como el de Benimaclet. También sucede en los centros sociales autogestionados como, por ejemplo, en La Casa Invisible o en los hacklabs, los centros okupas, las redes de consumo colaborativo… Son nuevas «cocinas» donde lo que importa es ese hacer entre todos y donde se producen transformaciones compartidas, expresivas y con huella: aprendizajes, modos de pensamiento, producción e intervención que son innovadores.

Ocurren a menudo en lugares y tiempos paralelos: en la Red a la vez que en las calles, en las aulas, en los huertos, en las plazas, y en lugares híbridos que se componen de todo lo anterior. Estos dos mundos por los que transitamos se retroalimentan, siendo muchas veces uno solo, un entorno que se funde en realidades complejas y enriquecedoras.

Un ejemplo de esta manera tan mestiza de proceder puede ser El Campo de Cebada (otro caso, entre muchos). Es un solar de 2.500 m² en el centro de Madrid gestionado por los vecinos del barrio de La Latina desde 2011. La organización del espacio es asamblearia y en él convive un huerto, talleres de mobiliario urbano, cine, una universidad popular, artes escénicas, deporte… y problemas: fricciones cotidianas del devenir de la vida, el barrio, la calle y la Red. Esta experiencia fue reconocida con el prestigioso premio de las artes y la innovación tecnológica Golden Nica del festival Ars Electrónica (Linz, Austria) en la categoría de ‘comunidad digital’ en 2013. Este reconocimiento no es ni de lejos lo más importante de lo que allí sucede y tal vez ha sido mediatizado en exceso, pero viene al caso mencionarlo. Lo leiste bien: se galardonó la condición digital de Campo de la Cebada. Así, lo que en apariencia es un solar, una plaza, un huerto y un lugar de encuentro, multiplica su vibración por las redes digitales sin dejar de ser una experiencia barrial. Es otro caso más entre los muchos que evocan la creciente dificultan para delindar los mundos de la red y de la calle.

Podríamos nombrar, sólo en el centro de Madrid, el Patio Maravillas, Esta Es Una Plaza, La Morada… Los factores que hacen porosas y mestizas las dimensiones 1.0 y 2.0 del entorno que habitamos forman parte de la multidefinición permanente y mutante de estas cocinas de lo común.

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Actividades en Patio Maravillas, Esto es una Plaza y La Morada

A lo largo de más de un año, La Aventura de Aprender (LADA) nos ha dejado entrever mediante decenas de clips y entrevistas que cada proyecto, cada experiencia y cada manera de investigar sobre lo común está inmersa en aprendizajes del cómo hacer que contribuyen a un paradigma de conocimiento al que no estábamos acostumbrados. Sabemos que no es nuevo, pero había que  (re)descubrirlo.

Cala la idea (la experiencia) de que la educación formal en el aula que transmite saberes de forma lineal no es una panacea. Como complemento, le damos valor al aprendizaje basado en la experimentación en común, a lo experiencial, a aquello que hacemos entre todas. Reflexionamos sobre la forma consumista y pasiva a la que acostumbramos habitar nuestras ciudades y dirigimos la atención a ocupaciones constructivas y propositivas del espacio urbano llevadas a cabo por comunidades, atravesadas por sus problemas singulares y pensadas en favor de las personas.

Nos cuestionamos sobre maneras de consumir más próximas, cuidadas, ecológicas y sostenibles. Ponemos en valor el saber rural, las tradiciones culturales locales ‒durante tanto tiempo denostadas desde los centros urbanos‒ y cuestionamos la tan aplaudida como denostada globalización. En definitiva, retornamos a lo micro, a lo diverso y a lo singular. Tenemos el valor de reconocer abiertamente que nuestras grandes ciudades son entornos provisionales, precarios y absolutamente dependientes de pautas de vida y consumo que se escapan de nuestra voluntad. Con la boca cada vez más llena, declaramos nuestros cuerpos interdependientes y reconocemos nuestra propia vulnerabilidad. Transitamos (cada quién a su ritmo) del pudor de hablar de lo personal a la potencia política que se activa cuando se pone la intimidad en el centro.

Pero, ¿qué tienen en común todas estas experiencias? A priori parecen muy diferentes las prácticas de un colectivo que reutiliza elementos de señalización vial para resignificarlos de las que se movilizan en una fábrica de cerveza artesana. ¿Se pueden equiparar los cuidados de un huerto urbano con los que reclama una cooperativa que hace chapas y otros productos de merchandising? Sí, sus labores y propósitos son distintos, pero de alguna manera todas quieren hacer común, y comparten el código y los valores que regulan las prácticas de hacer para el común.

Tal vez si todas las experiencias siguieran pautas homogéneas de manual no tendríamos más remedio que recoger los restos de este texto en un hatillo y escribir otro que hablara de fracaso. Las peculiaridades infinitas de cada práctica vienen marcadas por la realidad particular más local y más próxima, así como por engranajes precarios de sostenibilidad económica y de cuidados… de vida. Sin embargo, las características compartidas que asoman nos permiten trazar una serie de afinidades.

Los aprendizajes de los que hablamos creen en el valor de copiar y de permitir ser copiados. Tienen la convicción profunda de que nada de lo que se nos ocurra crear es una idea original y que todo proceso de creación bebe de fuentes y obras previas. Provendrá de herencias culturales previas, de saberes heredados y de formas de hacer de las que nos apropiamos el código. Hilado con lo anterior, estas experiencias creen en la remezcla y la practican «porque las ideas crecen y mejoran si se comparten», me dicen que dijo Robocicla.

Se consideran a sí mismos abiertos y establecen prácticas relativamente abiertas. Esto quiere decir que en mayor o menor medida activan dispositivos de colaboración con otros proyectos y están dispuestos a que otras personas transiten temporal o permanentemente por su cauce, incluso para ser modificados. Esta convicción implica liberar su código para que otras puedan utilizarlo, modificarlo o mejorarlo.

Defienden un modo horizontal de relación interpersonal. La horizontalidad (tantas veces nombrada) no es rasa. Es algo más como una onda, una continuidad con altos y bajos de energía, participación y disposición que plantea dos cuestiones. Por una parte, desmontar estructuras jerárquicas y verticales donde cada quién se subordina a otro con más privilegios, poder y autoridad. Esto no ocurre de la noche a la mañana y de ahí que muchos colectivos que se llaman a sí mismos horizontales, en la práctica lo sean menos. Por otro lado introduce posibilidades potentes derivadas de que, si cada individuo ocupa una posición igual a la de su par, la acreditación de saberes y aptitudes (la titulitis) queda en segundo plano. Nos valoramos por quienes somos y las habilidades aportadas en cada momento en lugar de ser juzgados por el volumen y el «diseño» de nuestro currículum.

En estas cocinas construidas en base a lo experiencial no son extraños los prototipos que convierten a quienes los construyen en problematizadores del espacio y de los objetos con los que interactuamos. Esto implica que ciertos ámbitos, sobre todo relacionados con la ciencia y la tecnología, habitualmente limitados a «expertos» y privilegiados, están abiertos a que cualquier persona pueda intervenir. Los prototipos son compatibles con la pluralidad espistémica y la diversidad cultural. O, en otros términos, hacemos prototipos para no hacer teorías: ponemos las ideas al alcance de las manos, para no subirlas hasta las estrellas. Se descubre así una ventana a la práctica, producción y transmisión de ciencia ciudadana.

Todo lo anterior explica que estos laboratorios ciudadanos a los que nos referimos no ponen en valor el crecimiento y el éxito como fin, sino la experiencia del buen vivir y el arte de una sostenibilidad mutantes.

 Lo coyuntural y lo transformador

Estos aprendizajes crean valor por su capacidad para hacer en común. En tiempos donde las palabras «innovar» o «emprender» están sobrerrepresentadas y suenan huecas de contenido, son las experiencias de creación colectiva las que realmente agregan valor al capital simbólico de la transformación. En medio de esta crisis de palabras que nos envuelve, parece que son estas prácticas y no las que prometen éxitos y riquezas las que nos ayudan a construir un vocabulario propio, a nombrar(nos) las transiciones y mutaciones que nos afectan. Las narraciones colectivas son las que apuntalan entornos expansivos de bienestar común.

Algunas experiencias son efímeras, temporales y transitorias mientras que otras son apuestas de modelo de vida, trabajo y sustento, pero todos forman parte de un poso de saberes comunes, de capas que construyen un hacer común en el tiempo. La sostenibilidad de los mismos suele ser precaria, y no sólo económicamente hablando. En la mayoría de las ocasiones quienes creen en estos proyectos acaban hipertrabajando, precarizando todos los ámbitos de su vida, incluso dedicando tiempo limitado a la reflexión.

Acostumbrados al cortoplacismo, a la inmediatez y al tending topic, a menudo nos olvidamos de trazar y documentar los procesos y de pensar con la mirada en el futuro. Para que el hacer común se mantenga, sea nido de futuros aprendizajes y garantice acceso, participación y difusión hay unas responsabilidades mínimas de sostenimiento de recursos que debería corresponder al sector público. Bibliotecas, centros de estudio, laboratorios de investigación, escuelas, museos, becas, apoyos. Pero también infraestructuras públicas básicas, dotadas de herramientas abiertas para la creación que conjuguen algunas de las características anteriores y a la vez sostengan, sean incubadoras y den cobijo.

Lo innovador ¿era esto?

Vivimos tiempos azarosos de alteraciones, de paradigmas y consensos agrietados que dan lugar a nuevas formas de hacer, aprender, investigar, crear y trabajar. Intentamos desprendernos de hábitos individuales, corporativos y competitivos y (re)aprender diálogos y códigos a los que no estábamos acostumbrados. En este aprendizaje (que para muchas de nosotras es fresco, es nuevo), a menudo creemos que estamos inventando la rueda cuando lo que hacemos en realidad es redescubrir cómo rodarla. Asambleas, toma de decisiones colectiva, cooperativismo: no es muy diferente en el fondo de las prácticas rurales tradicionales ni de la experiencia de asociaciones vecinales en las periferias urbanas a finales de los años sesenta y principios de los setenta o la historia del movimiento obrero de finales del siglo XIX y principios del XX.

A menudo las narraciones de los aprendizajes colectivos actuales adoptan lenguajes que, aunque necesarios en planos académicos, se distancian del hacer del día a día, de la calle, de los conflictos coyunturales, de la realidad. La brecha entre práctica y relato frecuentemente es insalvable y crea, irremediablemente, jerarquías entre quienes sí pueden participar del discurso y los excluidos.

Quienes sostienen comunidades de aprendizaje valiosas (un huerto, un centro social, una cooperativa de productos agroecológicos, un proyecto de arquitectura sostenible, etc) suelen desdoblar las 24 horas del día en varias jornadas de trabajo: una para lograr un sustento económico personal mínimo, otra para cuidar a su entorno dependiente más próximo y otra para aportar al proyecto común.

Con frecuencia la realidad va tan de prisa que no deja espacio para documentar de la mejor manera posible las experiencias. Si pensamos que lo que queda de las comunidades tras sus prácticas es finalmente su archivo ¿cómo vamos a contar dentro de diez años lo que vivimos hoy si no tenemos hábito de documentación, cartografía, mapeo y archivo?

Estas tres últimas cuestiones (lenguaje, sustento material y archivo documental) son parte de la clave para una sostenibilidad real de las cocinas colectivos actuales. Y no, aquí no está la solución, sino una hipótesis para pensar cómo hacer estas experiencias más compartidas, más abiertas, más replicables, más transformadoras…

Como no tenemos una respuesta (ni buscamos una sola respuesta), de momento tenemos mucha gente de la que seguir aprendiendo: pienso en Goteo, una plataforma de financiación colectiva que va más allá de recaudar dinero: propone la colaboración distribuida y el retorno al común del saber producido mediante la utilización de licencias abiertas. En Nociones Comunes, un proyecto de formación política desde una perspectiva crítica que graba y distribuye en la Red todas las intervenciones, generando un archivo libre  documentado y que invita a visitarlo. O en Guerrilla Translation, un colectivo p2p de traducción (de inglés a español y viceversa) que crea nexos entre comunidades que no hablan el mismo idioma y comparte ideas valiosas para el procumún. También en monedas sociales locales, como la Red de Moneda Social Puma, que establecen otros criterios ajenos a lo estrictamente monetario en cuanto a intercambios se refiere. También en  Guifi.net, una red de telecomunicaciones ciudadana, libre y neutral. Y en O Monte é Noso, una comunidad de personas vinculadas al ámbito rural gallego preocupadas por la preservación y recuperación del carácter procomún de su entorno.

Tal vez si logramos cogerle el punto a estos tres fuegos: el archivo, el lenguaje y lo material hallemos caminos que nos guíen hacia modelos más sostenibles, menos precarios y más disfrutones.

Tal vez así seamos capaces de (re)ingresar juntos a un modo de aprendizaje de intercambio. Tal vez seamos más conscientes para preguntar(nos) si lo importante de todo esto son precisamente los procesos o si estos son en realidad herramientas para un mayor empoderamiento personal, autonomía colectiva y mejora de la vida en común.

Carmen Lozano Bright
@carmenlozano

Sobre cómo abrir contenidos: el caso de La aventura de Aprender

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CC guiando a quienes contribuyen

Cuando el 16 de diciembre de 2002 una organización sin ánimo de lucro denominada Creative Commons emitió su nota de prensa en la que hacía conocer la creación de un sistema estandarizado de licencias de propiedad intelectual, vino a introducir para las obras literarias, artísticas y científicas las mismas prácticas que ya se estaban produciendo para las obras de software. Construyendo sobre estas prácticas se ha puesto a disposición pública bajo protocolo CC+ una parte de los vídeos de «La aventura del saber», generándose de esta manera con los contenidos abiertos de «La aventura de aprender», un archivo de experiencias de aprendizaje.

Para explicar cómo se llegó a la licencia elegida no está de más, con ánimo didáctico, introducir previamente una serie de conceptos para los no iniciados en el mundo de la propiedad intelectual.

Cuando un autor crea una obra literaria, artística o científica que cuente con suficiente originalidad, comienzan a poderse aplicar unas leyes que regulan los derechos que corresponden a dicho autor por el solo hecho de la creación de la misma. En nuestra legislación estos derechos se dividen, sintéticamente, en dos grandes grupos: (1) los derechos morales, que rigen cuestiones relativas a la esfera de la personalidad del autor (divulgación de la obra, autoría, integridad de la obra, retirada del mercado y acceso al ejemplar único) y (2) los derechos de explotación, que son los derechos económicos por excelencia, por los que el autor puede decidir quién goza de la facultad de copiar, distribuir, difundir y transformar su obra.

(1) Los derechos morales son irrenunciables e inalienables, lo que tiene toda su lógica dada la naturaleza de tales derechos: por ejemplo, negar que una obra corresponde a un autor supondría atentar contra la realidad de un hecho ocurrido. Dadas estas características de irrenunciabilidad e inalienabilidad, en principio estos derechos se hallan fuera del comercio.

Y decimos «en principio» puesto que, en la práctica, la vulneración de un derecho moral puede dar lugar a una negociación sobre el importe de la indemnización, como así ocurrió en el caso del puente Zubizuri en Bilbao, obra de Santiago Calatrava. En este caso, el Ayuntamiento de Bilbao prolongó el puente con una pasarela no proyectada por Calatrava, por lo que éste demandó al Ayuntamiento por vulneración del derecho moral de integridad de la obra reclamando 3 millones de euros, cantidad que finalmente fue reducida a 30.000 en sentencia de 10 de marzo de 2009 de la Audiencia Provincial de Vizcaya [pdf]. Por otra parte, también es conocida la existencia de los llamados “escritores fantasmas” o “negros literarios” y también de negros en ciencia que, ocultando su autoría, venden obras para que otros pongan su nombre en ellas. La venta se realiza con el compromiso de no hacer pública la identidad del verdadero autor, lo que se fundamenta en la confianza ya que en definitiva tal pacto de silencio vulnera la inalienabilidad que dispone la ley.

(2) Por otra parte, los derechos de explotación suponen el eje sobre el que se pretenden establecer los rendimientos económicos de una obra. Tal y como establece el Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, corresponde al autor decidir a quién cede los derechos de copiar, distribuir, difundir o transformar su obra. Por otra parte, dado que las normas generales sobre contratación permiten establecer cuantos pactos, cláusulas y condiciones se tengan por conveniente, nos encontramos en la práctica con infinitas modalidades de cesión de los derechos. En términos generales, los contratos en los que se ceden este tipo de derechos suelen contener cláusulas sobre territorios de aplicación, periodos de vigencia y finalidades del uso de las obras. 

Esta cesión de los derechos de explotación se puede realizar abrazando uno de los dos modelos que, con independencia de cómo se haya retribuido al autor por su trabajo, actualmente están en boga: el primero de ellos correspondería a un sistema en el que la copia se controla lo máximo posible para cobrar por cada mínimo uso de ella, mientras que el segundo modelo correspondería a un sistema en el que se pretende la máxima difusión de la copia dado que los retornos que se persiguen van más allá del inmediato ingreso monetario. A grandes rasgos, el primero de los modelos sería el seguido por la industria del entretenimiento mientras que el segundo conviene más al mundo de la cultura y, especialmente, a la difusión de la ciencia, la investigación y la tecnología. Si el primer modelo está significado por la industria del cine, de la música y del best-seller, el segundo modelo lo está por la Academia.

Creative Commons: seis licencias y cuatro parámetros

Al inicio de este texto mencionábamos que las licencias Creative Commons (CC) introdujeron para las obras literarias, artísticas y científicas las mismas prácticas que ya se estaban produciendo para las obras de software. Ante la complejidad de las posibilidades de cesión de los derechos de autor, en el mundo de las obras de la programación informática se había optado por un sistema de estandarización de licencias mediante las cuales se señala, de antemano y de una manera pública, qué derechos permite el autor de una obra ejercer a los usuarios de la misma. El sistema legal establece que si un autor no expresa ninguna voluntad sobre su obra, entonces nada está permitido con respecto a la misma puesto que no ha cedido ningún derecho. Los programadores informáticos que deseaban que sus obras pudieran ser reutilizadas resolvieron esta cuestión añadiendo al código fuente de sus producciones un archivo de texto en el que se contenía la licencia que deseaban aplicar a su obra. De esta manera, cualquiera que acceda al código puede conocer, sin necesidad de preguntar (molestar) al autor, las posibilidades de reutilización del programa.

Siguiendo este modelo, la organización Creative Commons redactó seis licencias en las que se jugaba con cuatro parámetros para así darle al autor la elección sobre seis modalidades diferentes de cesión de derechos a los usuarios. Los cuatro parámetros que se utilizaron para las cláusulas de la licencia fueron el reconocimiento de la autoría de la obra, su explotación comercial, no permitir obras derivadas y, por último, permitir sucesivas obras derivadas bajo la misma licencia.

Fotografía, con licencia Creative Commons, de César Poyatos

El primero de los parámetros, el reconocimiento de la autoría de la obra (BY –por–), se halla presente en todas las licencias CC, mientras que los otros tres parámetros, la explotación comercial de la obra (que se identifica por su acrónimo NC –Non commercial), no permitir obras derivadas (ND –No derivatives ) y permitir obras derivadas bajo la misma licencia (SA Share alike) son parámetros opcionales.

Mediante la combinación del parámetro obligatorio BY y los otros tres parámetros NC, ND y SA se obtienen las seis modalidades de licencias CC: By, By-NC, By-SA, By-ND, By-NC-SA y By-NC-ND.

Si bien los derechos que el autor concede a los usuarios en cada una de las licencias se explican de una manera muy clara en la página web de Creative Commons, a la que nos remitimos, para recordar de memoria cuáles son las seis licencias podemos utilizar unas reglas simples de combinatoria:

– Combinando un solo parámetro: licencia BY (recordemos que este parámetro es obligatorio).

– Combinando dos parámetros: licencia BY-NC, licencia BY-ND y licencia BY-SA (el parámetro obligatorio BY más uno de los parámetros NC, ND, SA).

– Combinando tres parámetros: licencia BY-NC-SA y licencia BY-NC-ND (el parámetro obligatorio BY más dos de los tres parámetros NC, ND, SA pero recordemos que la combinación ND-SA es contradictoria puesto que ND implica que no se permiten obras derivadas de la obra original, mientras que SA supone dar permiso para realizar obras derivadas de la misma).

Para licenciar una obra, basta con que el autor de la misma indique los permisos concedidos en un lugar lo suficientemente visible (por ejemplo en la parte inferior de su página web, en la página segunda de un libro, en el pie de una fotografía o en el de un vídeo). El acto de licenciar una obra se realiza señalando qué permisos otorga el autor a los usuarios, pudiendo el autor realizar este acto de cualquier forma que tenga por conveniente para que los usuarios puedan tener conocimiento de los permisos otorgados. Por tanto, no es necesario que el autor inscriba la obra en ningún registro o realice ulteriores formalidades más allá de la expresión clara de los permisos que concede.

Las licencias CC, además, se estructuran en tres capas: una primera capa que consiste en la terminología legal, como una licencia más, una segunda capa que es un resumen de la licencia para hacerla lo más comprensible posible a los legos en Derecho, y una tercera capa consistente en código RDF (Resource Description Framework) que permite que cuando los buscadores arañan una página web puedan conocer qué tipo de licencia tiene la página en cuestión. La utilidad de esta tercera capa, propia de la web semántica, es clave para diseñar buscadores que permitan criterios avanzados de búsqueda, como por ejemplo, buscar una fotografía cuya licencia nos permita la reutilización comercial.

CC+ y el caso de «La aventura de Aprender»

Si hasta ahora hemos utilizado el término autor, la realidad tiene más matices. Ante la existencia de una obra intelectual suele ocurrir que no sólo los autores son los titulares de los derechos sino que existen supuestos en los que el autor ya ha cedido los derechos de explotación, por lo que la titularidad de los mismos corresponde a terceras personas.

Además, existe la figura del productor que si bien estrictamente no es autor, también tiene derechos otorgados por las legislaciones de propiedad intelectual. En una producción audiovisual concurren muchos titulares de derechos y quien lo explicó de una manera muy clara fue el realizador-productor Stéphane Grueso en su documental ¡Copiad Malditos! La historia de esta obra es autorreferencial: RTVE encargó a la productora Elegantmob, en la que Stéphane Grueso participa, la realización de un documental sobre propiedad intelectual. No se le ocurrió a Stéphane Grueso otra cosa que rodar la historia del laberinto por el que tenía que pasar su propia producción para que pudiera finalmente ser de libre descarga desde la web de RTVE.

En ¡Copiad Malditos! se nos muestra la cantidad de obras, y por tanto de derechos, que concurren en una realización audiovisual, por lo que nos podemos hallar ante la necesidad de conciliar muchas voluntades a la hora de obtener un consenso sobre qué licencia se elige para licenciar una obra de propiedad intelectual. La obra de Stéphane Grueso está licenciada bajo BY-NC pero llegar a este acuerdo entre autores no siempre es posible y, por tanto, las seis posibilidades de las licencias Creative Commons no bastarían. En estos casos, la tentación consiste en copiar una licencia Creative Commons y añadirle las cláusulas que se tengan por conveniente. Sin embargo, existe una solución más adecuada facilitada por la propia organización, que es el protocolo CC Plus, ya que nos permite retener las ventajas del código subyacente de la tercera capa de las licencias Creative Commons, el código RDF propio de la web semántica antes descrito.

El protocolo, que no nueva licencia, CCPlus, supone utilizar una licencia CC a la que se le añaden más permisos. Esta posibilidad es la que se propuso para licenciar los vídeos de «La aventura de Aprender». Se trata de vídeos financiados con dinero público cuyo contenido está orientado finalísticamente a la difusión del conocimiento, por lo que el grupo donde debemos enmarcarlos no es el de la industria del entretenimiento sino en el de la educación. En este sentido, se siguen los principios normativos de la Unión Europea que establecen que deben devolverse a la sociedad los contenidos en ciencia e investigación obtenidos mediante dinero público, lo que tiene toda su lógica: si los ciudadanos pagamos con nuestros impuestos la generación de unos determinados contenidos, no es legítimo que para usar o acceder luego a los mismos se tenga que pagar nuevamente.

El compromiso al que podría llegarse en virtud de la voluntad de los diferentes titulares de los derechos sobre las obras fue el de permitir su utilización en internet sin uso comercial ni obras derivadas, añadiéndole permisos para poder realizar obras derivadas siempre y cuando éstas se realizasen con fines educativos y dentro de los cuatro años desde la difusión. El texto propuesto finalmente fue el siguiente:

Licencia CCPlus

Todas las obras del presente repertorio se hallan licenciadas bajo una Licencia CCPlus, compuesta por la licencia Creative Commons By-NC-ND a la que se le añaden los siguientes permisos:

Durante un ámbito temporal de cuatro años desde la divulgación de la obra objeto de licencia, podrán realizarse obras derivadas de la misma, siempre y cuando éstas se realicen con ocasión o dentro de un ámbito educativo o de investigación.

El caso de «La aventura del saber» es un ejemplo de utilización modular de las licencias CC en el que, tomando como base la licencia CC más restrictiva, la licencia By-NC-ND, siempre podemos añadir a la misma nuevos permisos temporales, espaciales, finalísiticos… para, de esta manera, ajustar la licencia CC a los consensos posibles entre los diversos titulares sin perder las ventajas de la web semántica que CC nos ofrece en su tercera capa.

Recordando las palabras del profesor González Barahona, el Copyleft siempre se ha desenvuelto en ambientes hostiles. Transformar contenidos cerrados en contenidos abiertos no es una tarea fácil. Sin embargo, la posibilidad que nos ofrece el protocolo CCPlus y el ejemplo de cómo licenciar «La aventura del saber» nos enseñan un posible camino que, si bien pudiera no ser el óptimo, cumple a la perfección las palabras de Voltaire de que «lo mejor es enemigo de lo bueno».

Javier de la Cueva
Abogado especializado en propiedad intelectual
@jdelacueva

¿Necesita la ciencia ferias populares?

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IX Feria de la Ciencia de Madrid (abril, 2008)

Ahora que comienzan a proliferar los espacios maker y que ya nadie parece tener dudas sobre esta nueva deriva del sistema educativo y de innovación, recordé un texto que escribí hace seis años para reflexionar sobre otra urgencia del momento: las ferias de la ciencia. Muchos de los argumentos de entonces creo que siguen vigentes y merecen ser reconsiderados por quienes nos acompañen en el proyecto LADA.

En abril de 2008 se inauguró la IX Feria de la Ciencia de Madrid, un evento que logró congregar en tres días a más de cien mil visitantes. El ambiente era extraordinario y estaba dominado por gente joven, pues desde el principio se optó por un modelo de feria pensado para bachilleres y por profesores de enseñanza media. Se trataba, decía la folletería oficial, de movilizar la cantera y de insertar la ciencia entre las prácticas culturales ordinarias. Una operación que se veía ligada a la modernización del país y destinada a mejorar la imagen social de la ciencia y de los científicos.

El reto no era fácil, aunque su diseño se hizo con acierto, porque los hechos demuestran que los colegios son un público cautivo que garantiza el éxito, siempre que se mida en términos de audiencia. Había además muchas, variadas y convincentes declaraciones que demandaban a los científicos y a sus organizaciones salir de la torre de marfil y acercarse a las preocupaciones comunes. Ahora se les pide que sean eficientes o, en otros términos, que logren patentes y se inserten en el sistema productivo. Entonces, hace una década, se les reclamaba visibilidad, tanto para mejorar su impacto y reconocimiento en la comunidad científica internacional, como para desmontar los baluartes que les aislaban de la sociedad en su conjunto. La administración, la prensa y los mismos organismos públicos de investigación se pusieron a la tarea. Y hoy, con el esfuerzo de muchos, tenemos un reguero de eventos por todo el territorio nacional que celebran la ciencia. ¿Feria? ¿En qué sentido feria? ¿Es un mercado o es una fiesta? Creo que la IX Feria de la Ciencia de Madrid nos estaba convocando a una fiesta. ¿Fiesta? ¿Necesita la ciencia fiestas? ¿Qué se está festejando?

La inspiración para este artículo me llegó con la lectura de un conocido texto de Lévy-Leblond publicado en Alliage. El argumento es fácil de recrear. La imagen de la ciencia es ambigua, pues siendo indudable su contribución al desarrollo económico y al bienestar social, no es menos cierta su implicación en procesos tan poco píos como los de colonización, militarización, racialización o vivisección. Hiroshima, Chernóbil o Bhopal son hitos inolvidables, como también será duradera en el imaginario colectivo la memoria de las vacas locas, las dioxinas, el amianto o el DDT. Durante mucho tiempo las instituciones científicas han hecho todo tipo de piruetas dialécticas para minimizar el deterioro de su imagen pública. Desde afirmar que las conductas fraudulentas o perversas son excepcionales, hasta recurrir al viejo recurso de decir (disimular) que una cosa es la ciencia y otra sus aplicaciones.

Ambas estrategias pierden crédito, especialmente cuando se conoce que la ciencia ya es una empresa de unas dimensiones descomunales en donde, además de científicos, cada día son más influyentes los gestores de recursos financieros, de patentes o derechos de propiedad intelectual, de imagen corporativa y de personal. La consecuencia es que, en efecto, las instituciones científicas cada vez están más penetradas por el capital privado y, en consecuencia, por su modos de funcionamiento y, entre ellos, es inevitable hablar de la práctica del secreto, la mercantilización del saber (también el conectado a la salud y el medio ambiente) o la valoración de los descubrimientos según su cotización en bolsa. Hay empresas que invierten más en I+D que muchos estados. A su servicio, hay una constelación de oficinas de prensa, gabinetes jurídicos o think tanks que intentan influir en las políticas energéticas, alimentarias, sanitarias, de comunicación o seguridad y no siempre los ciudadanos saben a qué carta quedarse. Los gobiernos tampoco parecen muy ágiles en esta batalla por controlar la opinión pública. Hay mucha confusión y cada vez será más difícil separar la información de la opinión, el interés público del privado, la excelencia de la popularidad y los accidentes de los atentados.

Así las cosas, entre tanto problema por delimitar cada año llegaba la Feria de la Ciencia. Está muy bien que sepamos encontrar en el conocimiento el espectáculo de las maravillas y gozar con lo que de aventura hay en la exploración de lo nuevo, de lo distinto o de lo genuino. Sin duda, la pasión del saber merece una fiesta. Tampoco es un argumento menor el de quienes defienden la necesidad de buscar asuntos de mucho consenso, como la ciencia, para paliar de alguna manera la crisis de representación que padecen nuestras sociedades. Este razonamiento vale también para la oleada de ferias, fiestas o festivales de la música, el arte o el patrimonio. Nuestras ciudades no saben ya qué inventar. Y, desde luego, hay mucho negocio turístico alrededor de estas exultantes industrias culturales.

No es menos cierto, sin embargo, que pese a las muchas sospechas de mercantilización que merecen semejantes eventos, sigue habiendo en la música valores que favorecen la cohesión social. La música es un ejemplo que nos ayuda a entender lo mucho que le queda a la ciencia por recorrer para que las ferias se conviertan en fiestas. Todo el mundo sabe cantar, y nadie puede decir que no se ha involucrado en algún “Cumpleaños feliz” o en un “Asturias patria querida”. La música recorre todo el espectro social, desde el virtuoso anónimo al gran tenor, pasando por un baile de pueblo y la orquesta de chin-chin-pun, las nanas y el “We are the Champions”. La música es un asunto popular y plural, divertido y comercial. Todos los mundos caben en la música y, seguramente, en la literatura y en la pintura, pues nadie se escapará sin escribir o garabatear un papel.

La ciencia está lejos todavía de la gente. Los científicos se comportan como posesos, siempre celosos y vigilantes de quién usa y para qué su jerga. Si alguien “canta” mal es inmediatamente arrojado al pozo de los ignorantes, un pozo que nada tiene que ver con el pozo de Tales. Una conducta que tiene poco de divertida, y que más bien adopta los perfiles de lo profesoral, lo peripatético o lo fúnebre. Mientras la música es global y cercana, la ciencia sólo parece hablar lo universal y lo distante. ¿Saben hablar los científicos? ¿Podrían soportar una conversación sobre lo que (nos) pasa sin perder los nervios y quitarnos la palabra o, peor aún, todas las palabras? ¿Les somos necesarios o, simplemente, sólo funcionamos como gente a quien adoctrinar?

Lo peor de las Ferias de la ciencia no es que las instituciones las utilicen para hacer propaganda de sus actividades, tratando de evitar la pérdida de imagen que paulatinamente se va apoderando de los científicos. Lo peor no es que nos traten de analfabetos, como si fuéramos un terreno baldío que hay que arar y luego cultivar. Tampoco sabemos solfeo y, sin embargo, viene una soprano e interpreta su lieder sin quejarse de tener un público ignorante. Y es que la música, al fin y al cabo, habla de lo que nos pasa. Una interpretación no es sólo un acto de comunicación y de creación, sino también una negociación que involucra a todos los presentes, salvo quizás en los santuarios del virtuosismo.

Lo peor de la ferias es que confunden ciencia con descubrimientos. Sólo interesa lo último, lo más sexy y, a veces, hasta lo más raro. Las ferias de la ciencia son de triunfadores. Las grandes ideas, y los descubridores brillantes, las organizaciones ricas y los problemas mediáticos. ¿Dónde están lo amateurs y los activistas? ¿Qué se ofrece a las amas de casa, los rockeros y los alérgicos? ¿Cuál es la fiesta que se ha preparado para los que sufren de ansiedad, los que saben de pájaros o quienes crean el software libre? Hay muchos profesores, pero se ve poca presencia de los colectivos que, desde la ciencia y la experiencia, nos protegen de los abusos contra el medioambiente, la salud, la privacidad o la privatización alarmante de nuestras aguas, costas, calles o cultura.

No voy a decir que la Feria a la que aludo hubiese caído en manos de mercaderes: los expertos en marketing corporativo. He visto a muchos niños y muchachos con el brillo en los ojos de quienes saben gozar sabiendo. Pero como hay tanto listillo que sabe sacar partido de todo, nadie lamentaría que cada Feria tuviera un defensor de esa candidez amenazada -defensor de la nostalgia de (otra) ciencia-. Se puede decir que la feria no rompe del todo la condición de compartimento estanco reservado para los científicos. Los niños se disfrazan de científicos, pero no vemos a científicos disfrazados de legos, aún cuando con lo que saben se escriben unos cuantos papers y con lo que ignoran se hacen bibliotecas nacionales.

Ya voy a terminar. A las ferias de la ciencia de entonces y quizás también a las ferias makers de hoy les falta espesor cultural, histórico y cívico. Nadie se esfuerza en contar lo difícil que fue montar leyes estables, las polémicas que necesitó identificar las variables con las que encajar la realidad en un modelo. Parece que el medio ambiente siempre estuvo ahí, cuando el concepto mismo es un alarde de creación colectiva, distribuida e intergeneracional. Hay que ser más valiente en el tratamiento de los problemas que hay en la calle y mostrar que no son el capricho de unos arrebatados, sino una construcción social de la que es imposible separar las dimensiones políticas e ideológicas de las tecnológicas y comerciales. La ciencia no es una cosa de genios: es una empresa colectiva e histórica, con máquinas, operadores, inversores, comunicadores y abogados. Hay que hacer un gran esfuerzo para que el protagonismo excesivo que se concede a lo fácil (lo abstracto y lo brillante) se compense con lo complejo (lo local y lo incierto).

Seguramente pasarán años antes de que las ferias logren arraigarse en la urbe. Levy-Leblond habla de estos eventos como síntoma de un mal de culture, concepto que ayudó a popularizar un texto de Castoriadis, En mal de culture (Esprit, octubre de 1994), también publicado bajo el título La culture dans une societé démocratique. La ciencia que estaría frente al vértigo de ser otro recurso más con el que hacer negocios (como le pasa al arte o al deporte) puede estar despidiéndose de su origen ilustrado al servicio de lo público y en lucha contra la superstición. Nuestra sociedad entonces mira a la ciencia como si todavía quisiera ser símbolo de emancipación, autonomía, libertad y progreso. Cuando la ciencia sólo sea una forma más de institucionalizar los discursos dominantes (los que abanderan las corporaciones multinacionales), nuestra sociedad padecerá un agudo mal de culture del que deberíamos protegernos.

Antonio Lafuente
@alafuente

Los espacios en/de la ciencia

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Granada Science Park frente a Granada

 

Los manuales al uso se empeñan en contarnos que la ciencia es un episodio cerebral e individual y, cuando sus autores quieren meterse en algún vericueto, entonces hablan de una empresa social que sucede en recintos cerrados pero que embeben los valores dominantes del entorno que los acoge y generalmente los financia. Los manuales, en fin, se empeñan en un trampantojo inveterado: invisibilizar todos los actores presentes en la escena, desde los que hacen políticas y asignan recursos, hasta los que gestionan las finanzas, el personal, las comunicaciones, las computaciones, la propiedad intelectual o las relaciones con la prensa. Tampoco hay que olvidar toda la parafernalia que conforman las revistas, las editoriales, las titulaciones, las conmemoraciones, las auditorías y las convenciones. Porque algo tendrán que ver todas estas movilizaciones con lo que pasa en ciencia y lo que les pasa a los científicos. Y por mucho que se quiera medir el impacto de las publicaciones, conviene recordar que la ciencia no es una práctica literaria, como lo demuestran las muchas horas dedicadas por los investigadores a dar cursos, tutorizar alumnos, asistir a congresos, evaluar proyectos, asesorar organizaciones, formar equipos, recabar recursos y justificar proyectos. Sin embargo, insistimos, los manuales tienden a darle valor a los descubrimientos presentados en papers por científicos que actúan como autores, desdeñando así varias décadas de historiografía.

Pero todavía hay más reproches que hacerle a la forma simplista de presentar esa empresa histórica que llamamos ciencia. La modernidad eligió sus grandes perdedores  y entre ellos es inevitable hablar de los amateur y de las muchas formas de conocimiento profano que no lograron ganarse el reconocimiento debido. Las mujeres, los artesanos o los campesinos fueron depositarios de los muchos conocimientos necesarios para sostener la vida en común, desde los que tenían que ver con la salud y la alimentación, a los que fueron responsables de la construcción de puentes, canalización de regadíos o la metalurgia de los minerales, por no mencionar los injertos, los bordados y los brebajes.

Ninguna historia quiso reconocer que estos saberes también formaron parte del séquito de actores que hicieron posible el despliegue de la ciencia moderna. Hasta muy recientemente fue desdeñada la pregunta de dónde y con quién se hicieron los experimentos, como tampoco se dio valor a ninguna forma de intercambio intelectual que no se sustanciara en textos, lo que ha tenido como consecuencia el desprecio de algunos espacios decisivos del saber en el siglo XVII, como lo fueron los salones, los espectáculos, los jardines y las cocinas. Abunda una literatura que prueba la importancia decisiva de los coffee shops y del propio hogar para el despliegue de la cultura experimental. Ninguna investigación concebida para ensanchar el mundo de la ciencia e incluir definitivamente a los mal llamados actores secundarios ha defraudado a sus promotores. Siempre que lo intentan, los historiadores han descrito coreografías más plurales, coloridas y vibrantes. Recapitulemos: la historia de la ciencia es una impostura si no aparecen las máquinas, los amateurs, los gestores, las mujeres y los hogares.  Y, lo sabemos, deja de ser un relato creíble, ya lo decíamos, si no incluye los conocimientos profanos, locales y tácitos. Pero hay más.

Otro gran ausente de nuestras historias son los espacios de la ciencia. Los manuales han querido presentarlos como meros contenedores de instrumentos, personas y libros, ignorando que la expansión de la urbe siguió la expansión de la ciencia.  Nuestras ciudades parecen haber seguido un patrón secular: los ensanches de la ciudades son precedidos por la inauguración de edificios concebidos como infraestructuras al servicio de la ciencia. Así, muchos edificios científicos  surgen como heterotopías cuya singularidad estética, además de romper la monotonía urbana, predican otra manera de mirar el mundo, otra forma de organizar nuestras relaciones con el entorno material, natural o social. La ciudad se abre a nuevas arquitecturas y sus edificios acogen otros paisajes cognitivos. Sin duda, la ciencia es ubicua y parte sustantiva de nuestra experiencia de lo urbano y, como decíamos, de lo urbanístico.

Espacializar el conocimiento debería ser una objetivo siempre a la vista. No es asunto menor que muchos de los edificios a los que nos referimos fueron construcciones ad hoc, especializadas en el tipo muy singular de tareas. Los casos más obvios son los jardines y los observatorios, dos arquitecturas inconfundibles. El primero por su organización en cuadrículas, ya sea al servicio de funcionalidades curativas como industriales, ya sea como demostración del orden con que Linneo imaginaba en la naturaleza. Los observatorios también tienen una identidad muy marcada por la necesidad de ser instalaciones que deben abrir su cúpula para observar tránsitos por el meridiano. Cuando vemos hoy las instalaciones portentosas características de la Big Science, en el Colisionador de Hadrones del CERN, las excavaciones arqueológicas de Atapuerca, el Centro Nacional de Supercomputación Mare Nostrum o el archipiélago astronómico del Instituto de Astrofísica de Canarias en La Palma, se hace contundente un argumento cuyos precedentes históricos hay que buscarlos en las instalaciones hospitalarias, los museos de Historia Natural o los campus universitarios.

Es tan evidente esta conexión entre lo cognitivo y lo monumental, entre la munificencia real y el decoro urbano, entre la utilidad de la ciencia y la dignidad de la Monarquía, que sería imperdonable no dar un paso más: la arquitectura de la ciencia no sólo da cuenta de los vericuetos del saber, sino que también de los tentáculos del poder. Y el epicentro donde convergen los saberes y los poderes es la ciudad. Ésta parece ser la lógica que sustenta una forma nueva de hacer turismo urbano que consiste en pasear sus calles o recorrer sus museos de arte al encuentro de las muchas huellas, casi todas imperceptibles, con las que la ciencia ha dejado marcas perecederas de su presencia por doquier. Y no sólo estoy pensando en los nombres de algunas calles que nos recuerdan algunas deudas con el pasado, sino también las muchas vidas, inteligencias, prácticas y tecnologías necesarias para que cada día se encienda la luz cuando pulso el interruptor o para que desaparezcan sin rastro los residuos siempre que los tiro.

Nuestras ciudades, deberíamos recordarlo con más frecuencia, son un ensamblaje de actores, humanos y no humanos, como también de valores, no siempre inevitables y muchas veces caprichosos, interesados o impuestos, que las hacen posibles como el mayor ámbito de libertad, creatividad y responsabilidad jamás construido. Pasear la ciudad buscando los dispositivos que materializan la vida en común, inaugura otra forma de frasear la urbe que la hace inteligible, negociable y, en consecuencia, pública.

El conocimiento ocupa lugar. Pero es que además se hace desde algún sitio en donde se involucran cuerpos concretos, gestos documentables, problemas específicos, actores concernidos, anhelos necesarios y atmósferas propias. El conocimiento, como vienen explicándonos los estudios postcoloniales, los análisis feministas y las producciones queer, siempre es un conocimiento situado. La ciencia moderna debe su espectacular despliegue a su habilidad para reducir los problemas a pocas variables y así generalizar o, como dicen sus más ardientes beatos, universalizar.  Nadie discute su éxito, pero si sus contradicciones.  Pongamos algún ejemplo. Cada día está más claro que no todos los cuerpos son iguales y que cada vez estamos más lejos de viejas simplificaciones que presuponían que todos reaccionamos igual frente a los medicamentos o a las sustancias tóxicas que pululan por los alimentos, los cosméticos, los pesticidas, los detergentes o los tintes. Si alguno de nosotros tiene la desgracia de caer en minoría y formar parte de esos grupos que sufren una enfermedad civilizatoria, crónica, huérfana o medioambiental, entonces tendrá que buscar soluciones situadas, adaptadas a esta forma particular de padecer en este entorno, con estos hábitos y este preciso cuerpo. La biodiversidad también nos vale para pensar hasta qué punto su sostenibilidad sólo es posible involucrando los conocimientos locales, indígenas o campesinos.

No queremos extendernos demasiado en el argumento. Nos basta con haber introducido la preocupación de que no todos los conocimientos son desarraigables respecto de la comunidad que los sostuvo, el entorno que los hizo posibles o la cultura que los movilizó. En realidad, por motivos poscoloniales, posmodernos o poscríticos proliferan los académicos y los activistas que están convencidos de que nos movemos hacia un nuevo paradigma sociotécnico donde objetivar, desanclar, descontextualizar ya no será signo de progreso y eficiencia, sino síntoma de obsolescencia, rigidez y elitismo. Cada día será más apreciado el gesto de quien no se conforma con describir lo que pasa y optará por incorporar las narrativas de lo que nos pasa.

No es que se abandone el lenguaje de los hechos, sino que se da más valor al de las preocupaciones o, en los términos que le gustan a Bruno Latour, que habrá que suspender el antagonismo entre las matters of fact y las matters of concern. Si lo hacemos, si no nos revolvemos contra esta revuelta de los legos o, como la llama Isabel Stengers, si abrazamos las cosmopolíticas, es decir los abordajes inclusivos, plurales y situados, entonces acabaremos por admitir nuevas economías políticas del conocimiento profundamente situadas no sólo en el tiempo, sino también en el espacio. Este giro espacial, en consecuencia, hace del lugar un actor relevante que habrá que incluirlo en nuestro relato junto con los otros actores invisibilizados.

Antonio Lafuente
@alafuente