Hacer Internet

Era 1998 y, cada vez que alguien mencionaba la palabra «internet», ésta solo me significaba misterio y curiosidad. Aún lo es. Todavía recuerdo la sensación de abrir Internet Explorer para escribir, letra por letra, casi como un mantra, «hache te te pe, dos puntos, diagonal diagonal, triple doble ve, algún sitio punto com».

Yo no nací con internet en la manos, fue un profesor quien me guió para entrar por primera vez a la red. Me entregó los mismos instrumentos de navegación que hoy sigo utilizando, una computadora y un navegador web. Sin brújula ni mapa, tuve lo necesario. Tuve libertad y curiosidad. Sus primeras lecciones fueron sencillas, me impulsaron para emprender este viaje que sigue sin acabar. Al menos en mi caso, el guía cumplió su misión.

De esa manera, internet pasó de ser un misterio absoluto a convertirse en la mejor herramienta que he conocido para el auto-aprendizaje y la comunicación. Estas dos características, estoy convencido, son el combustible y el motor para «hacer internet».

Ahora vayamos medio siglo atrás.

Licklider, visionario

La historia de Internet es la historia de muchas redes, redes de dispositivos con sus cables y señales inalámbricas, redes de personas con sus móviles y laptops. Los héroes de esta historia son excepcionales, como el atípico J.C.R. Licklider, psicólogo pionero de Arpanet (el primer internet), quien escribió de manera profética en 1960, antes de las computadoras personales, antes de cualquier idea acerca de internet, las siguientes palabras:

«estamos entrando a una era tecnológica en la que seremos capaces de interactuar con la riqueza de la información viva, no de la forma pasiva en la que estamos acostumbrados a usar los libros y las bibliotecas, sino como participantes activos de un proceso en curso a través de nuestra interacción con la información, y no simplemente por nuestra conexión con ella» — Man–Computer Symbiosis

Licklider habla de la interacción activa con la información, que no es otra cosa que el aprendizaje auto dirigido, un proceso colateral de conocer internet. El psicólogo norteamericano fue más lejos todavía en el mismo texto:

«Parece razonable prever, de aquí a 10 o 15 años, un «centro de pensamiento» que consolidará las funciones de las bibliotecas de hoy en día… Esto sugiere una red de tales centros, comunicados unos con otros…»

nodos

Fotografía de OnodoMex

La unidad persona-ordenador es un «centro de pensamiento» que encuentra su verdadero potencial en la comunicación, porque la comunicación, con sus lenguajes y símbolos, es lo que creamos para conectarnos con los demás.

Tanto en el internet primigenio, como en el de la actualidad, los pensamientos viajan de persona a persona, distribuidos en pequeñas piezas de información que atraviesan miles de máquinas de hardware y software, desde antenas Wi-Fi hasta navegadores web o redes sociales, en un proceso incesante de ida y vuelta. En este sentido, podemos decir que los «centros de pensamiento» interconectados son internet. Pero creo que es mejor decir que El Internet son las personas, y no las máquinas, en otra forma de hacer sociedad.

Auto-aprender, copiar

Aprender es una actividad individual que requiere una guía. Pero para la persona autodidacta la guía es uno mismo y su primerísima forma de aprender es copiar. Y en este proceso tan simple de copiar-aprender es donde el autodidacta comienza a hacer internet.

«Internet es una máquina de copiar», escribió Kevin Kelly alguna vez. Estoy de acuerdo. Copiamos las páginas web a nuestro ordenador cada vez que las visitamos. Copiamos bits en cada retuit en Twitter, en cada compartir en Facebook,… Copiamos para compartir, sí, pero sobre todo copiamos para aprender.

Internet, casi por definición, nos conduce todo el tiempo a aprender por nuestra cuenta. Desde el acto del descargar una aplicación, hasta en el de usar esa nueva red social, nos encontramos solos frente a la máquina, solos desciframos toda clase de signos, solos aprendemos para aprender más. Aprender por cuenta propia para luego comunicar.

Comunicar, conectar

Comunicar, en esencia, es sobre conectar con los demás. Conectamos ideas, pensamientos, sentimientos, y tal vez mucho más. Vamos, que comunicar es una causa y su efecto es la comunidad.

Por su parte, internet eleva en alcance y las posibilidades de comunicación entre las personas. Es una plataforma tecnológica donde lo natural es compartir, colaborar, innovar, reinventar… Donde lo natural es aprender y su efecto también es la comunidad.

El auto-aprendizaje ha alcanzado niveles de esplendor gracias a la comunicación en internet. Aquí es donde los hackers pueden contarnos historias heroicas al respecto.

Hackear, educar

La ética hacker es una metodología muy efectiva de aprendizaje en comunidad, fue incubada en el internet de los años 70 y está presente, a veces invisible pero perfeccionada, en las tecnologías que dominan nuestra vida. Por ejemplo, el Silicon Valley del que emergieron Google, Facebook y Twitter sería impensable sin esa ética o cultura hacker. Y Wikipedia, la enciclopedia más extensa jamás creada por la humanidad, también se debe a esa cultura de compartir el conocimiento.

El hacker verdadero (nunca ese ser «malvado» y sobrenatural que aparece en las películas) está guiado por esa ética: abrir, compartir, descentralizar, y mejorar el conocimiento. Los resultados positivos son evidentes y están bien documentados en libros como el de Pekka Himanen, “La ética del hacker y el espíritu de la era de la información”.

Guifi-Net es una red abierta, libre y neutral, una red construida por ciudadanos. Quizá es como internet debió ser desde el principio, pero de esto hablaremos después.

Creo que procurar la formación de personas autodidactas que comuniquen su conocimiento, es decir, la formación de personas basada en ética hacker, es clave para hacer un mejor internet y, en consecuencia, para hacer una mejor sociedad. Por eso necesitamos más profesores, más escuelas, más sistemas educativos, más gobiernos, que enseñen a hacer mejor internet.

Internet, hoy

Internet evoluciona como si fuese un ser vivo del que formamos parte. Pasó de ser una tecnología solo apta para expertos a un bien de la vida diaria tan natural como el gas y la electricidad. Es un bien común, y aún más que eso porque se ha convertido en el recurso definitivo para la creatividad.

La evolución de internet está guiada por nosotros. Ayer era un sistema de comunicación entre científicos, hoy un tejido social complejo como un fractal. Hoy podemos crear, casi sin conocimientos técnicos, toda clase de páginas web, tiendas en línea en cuestión de minutos, sistemas completos de fondeo colectivo (crowdfunding), incluso arrancar nuestras propias redes sociales. Y seremos capaces de hacer más.

Jorge Luis Borges escribió en uno de sus cuentos más leídos: «Yo afirmo que la Biblioteca de Babel es interminable.» Internet es esa biblioteca, una donde además de leer, podemos escribir. Por ejemplo, muy pronto seremos capaces de crear sistemas de inteligencia artificial como si jugáramos con bloques de Lego y los conectaremos con cualquier cosa imaginable a la Internet de la Cosas, la internet total. Esto para empezar; el resto es impredecible.

El Foro de Cultura Libre es un espacio para reflexionar temas relacionados con la cultura libre y el acceso al conocimiento. Allí se hace internet desde y para la cultura.

Hacer internet supone un reto educativo de proporciones considerables para alumnos, profesores, padres de familia, gobiernos e instituciones. Aprender y crear incesantemente desde la red, en red, y para la red, replantea profundamente la mayoría de nuestras actividades, replantea la cultura entera y esto es realmente emocionante.

Hagamos más —y mejor— internet.

Alan Lazalde
@alanlzd

De la taylorización a la tallerización de la cultura

The choreography of labor: TsIT cyclograph testing motive efficiency

Taylorizar un proyecto supone desagregarlo en tantas partes como se pueda y, a continuación, asignarles una posición en una cadena de eventos sucesivos y, en paralelo, en otra cadena de valor. Así, cada fragmento tiene su jerarquía, su responsable  y su momento en una cadena de producción y reproducción. Taylorizar es poner a cada quien en su sitio y crear un sitio para cada uno. La finalidad de todo es mejorar la eficiencia del sistema y aprovechar mejor los tiempos. Nada importan las habilidades de los integrantes de la cadena, porque al ser desagregadas las funciones, basta con que cumplas la que se te asignó. Nada es híbrido (mezcla de culturas), aleatorio (dejado a la improvisación) o subóptimo (abierto a la adaptación). Todo debe encajar en una cadena de causas-efectos que funcione sin fricciones, sin tuneos, sin equivocaciones. Todo debe situarse en el nivel de máxima operatividad.

La taylorización crea especialistas programados, roles fijos, bordes vigilados,  diseños propietarios, prácticas sumisas y culturas cerradas. En las antípodas de la taylorización están las iniciativas hacker, los arreglos  del bricoleur, los prototipos abiertos, los colectivos amateurs, los hábitos populares y todas esas formas de codificar el conocimiento compartido que implican trucos, artimañas e improvisaciones. Los espacios DIYlos movimientos tácticos, los proyectos makers o los colectivos de  amantes de las plantas, la cocina el pachtwork, todos en su conjunto, encarnan y movilizan una cultura que quiere ser distinta. Una cultura que es contrahegemónica y que reclama el apelativo de radical.

Contrahegemónica y radical, pero no necesariamente izquierdista. Capaz de visualizar otro mundo posible, pero crítica con la idea de que la división en clases puedan explicar todos los conflictos que enfrentamos. Radical porque apunta en todas las direcciones y contra todas las dicotomías que crean falsos e innecesarios lugares de paso entre fronteras imaginarias. Radical porque las escisiones entre antiguo y moderno, entre funcional y obsoleto, entre viejo y joven o entre pasado y futuro son tan artificiales como interesadas al servicio de un mundo que ve rémoras en todo lo que no puede instrumentalizar sin descanso. Y junto a las mencionadas formas de territorializar el tiempo, también hay otras maneras de habitar la urbe que conducen a negar la pertinencia de esas dicotomías que quieren una tensión extrema entre privado y publico, entre tecnología y artesanía, entre amateur y profesional o entre producción y reproducción. Combatir estos cerramientos de la inteligencia y de la vida es apostar por lo radical, sin necesidad de ser izquierdista, sin necesidad de poner todos los huevos en la misma cesta o, en otras palabras, siendo un poco más postmoderno y un poco menos universal.

Hay que distinguir entre taylorización y granularización. Descomponer los proyectos en partes es dotar su despliegue de hitos intermedios que alcanzar. Hay mucha sabiduría en construir los proyectos para que una secuencia de pequeñas metas intermedias estimulen su continuidad, aprovechando así esa condición evolutiva del cerebro que premia estas sencillas victorias con descargas de endorfina. Granular, entonces, es una estrategia que sitúa a los actores en primer plano, tanto porque es una manera de hacer su trabajo más agradable y fértil, como también porque es una garantía de hospitalidad hacia quienes puedan interesarse en lo que hacemos. La descomposición en fragmentos de los proyectos favorece la incorporación de interesados, tanto los que tienen mucho tiempo, como los que apenas pueden distraer algún rato esporádico e intermitente. Los proyectos granulares crean espacios comunes, los taylorizados destruyen la comunidad. La taylorización es un gesto vertical, autoritario, arrogante y cerrado: antepone el rendimiento, niega la participación, ningunea las “otras“ destrezas del trabajador y es, en consecuencia, doblemente alienante, pues separa al trabajador del fruto de su trabajo y además lo separa también de sus habilidades cognitivas.

La taylorización del trabajo favorece su mercantilización y nos convierte a todos en prescindibles, contingentes y dóciles. Es la autopista que desemboca en la precarización. Es la estructura que confunde las organizaciones con su organigrama y que hace del trabajador un siervo de la máquina. Taylorizar la cultura es transformarla en información para que luego el mercado la convierta en un recurso. Y aquí toca, ojalá no lo haga demasiado pronto, preguntarse quién gana y quién pierde cada vez que se movilizan tales dispositivos. Si te toca el lado malo de la ecuación nunca encuentras respuestas bastante satisfactorias. Si estás en el otro, no deberías descansar en paz. Por eso necesitamos más conceptos para incluir en el repertorio de instrumentos con los que entender y cambiar el mundo. Tenemos que aprender a trabajar en el modo taller.

Tallerizar la cultura o la educación implica sospechar de todos los intentos de descomponer la vida del aula en tramos, niveles, objetivos, pruebas y calificaciones. También supone discutir la división por disciplinas, áreas, asignaturas o saberes. Y, desde luego, contrabandear esas fronteras que quieren separar lo formal de lo informal, lo académico de lo urbano, lo objetivo de lo político, lo tecnológico de lo artesanal y lo cultural de lo científico.  Ningún estudio creíble que se haya acercado lo suficiente a estas divisorias ha dejado de explicarnos las muchas formas de atravesarlas, especialmente por todas las gentes que son sus vecinos y las padecen.  Tallerizar la educación, entonces, implica apostar por otros modos de hacer que minimizan la distancia entre el que enseña y el que aprende, entre lo que llamamos saber y lo que entendemos por hacer, entre ser original y un buen DJ, entre producir y compartir, entre argumentar y visualizar. El taller parece el instrumento adecuado  para el despliegue del design thinking o, en otros términos,  para transitar desde las palabras a los actos, lo que es tanto como decir que se configura como un recurso óptimo para promover una cultura socialmente colaborativa, jurídicamente abierta, políticamente radical y epistémicamente plural. Sí, tallerizar la educación es una forma de hackearla.

Hemos confiado tanto en el seminario, el simposium o el congreso que nos sorprende su larga estirpe y su rápido envejecimiento. Es inevitable que acaben siendo expresión genuina de una cultura elitista y aburrida. El taller, el festival y la unconference siguen creciendo como formas más abiertas y practicables de intercambio de experiencias y conocimientos. No se trata de cambiar de palabras, sino de culturas. Ya nadie quiere escuchar brillantes peroratas. No se trata de mezclarse con las más listos, sino de inaugurar otros procesos. No tiene más mérito quien más sabe, sino quien más (se) ofrece. No se trata de alumbrar, desvelar o revelar nada, sino de escucharnos, compartirnos y cuidarnos. El mérito no es de quien firma primero, sino de quien cuida mejor. Y cuidar es hacer cosas juntos. ¿Es el taller el nuevo espacio que necesitamos?  ¿Será el taller el lugar de la crítica?

La cultura debe ser crítica. La cultura debe resistir cualquier precipitación y estar atenta a los muchos intentos de simplificación. Ser crítico implica no resignarse a los modelos reduccionistas. Ser culto no es saber hacer cosas. No basta con disponer de un catálogo de recetas a partir de las cuales resolver (nuestros) problemas. La cultura no sólo debe ser funcional. Mejor que lo sea, pero no es suficiente.  Para ser culto no basta con mapear los problemas, los territorios o los conflictos de forma verosímil, contrastada y normalizada. Ser culto no es lo mismo que ser un científico. Una cultura es crítica cuando sabe medir las consecuencias de las cosas. Una persona culta sabe ver la cara oculta de la Luna. No se conforma con los logros, también quiere calibrar los daños colaterales. Una persona culta sabe que es imposible iluminar ningún objeto sin crear una sombra. Una persona crítica sabe que en la sombra se acumula mucho dolor, mucha exclusión y mucha mentira que se ha creado con el mismo gesto que buscaba la felicidad, la democracia y la justicia. No hay una sin la otra y, por tanto, no hay cultura sin contracultura.

tallerizacion

Aprendizajes según el formato taller

El taller tiene sus monstruos: el imperativo del tallerismo y el mal de la talleritis. Hace poco padecí esa deriva que impone un solo modo de compartir conocimiento: el tallerismo. El tallerismo se explica fácil. Consiste en admitir que al aula se va a diseñar, discutir, compartir o remezclar recetas. Todo lo que no cabe en una receta es especulativo, discursivo, unidireccional y antiguo. Hay que hablar de cosas prácticas, rápidas, replicables y divertidas. Sin una presentación en pantalla, un paquete de post-it de colores, un momento de trabajo en corro y algún contraste de criterios dramatizado; los contenidos quedarán obsoletos, sus aulas estarán varadas y los profes perderán el derecho a ciudad. Educar no es enseñar, sino aprender juntos. Y aprender podría convertirse en acumular destrezas: herborizar plantas, tocar el piano, remezclar contenidos, recodificar algoritmos, narrar historias y recorrer el mundo.  Bonito sueño, y necesario.

Recapitulemos un instante. En el modo taller, el profe ya no se auto imagina como docente, sino como facilitador, mediador, entrenador, acompañante,… Un coach, dicen en las escuelas de negocios. Para dar un seminario hay que saber mucho del tema, pero para activar un taller se requieren otras habilidades, como las de ser versátil, ocurrente y sociable, como también no exagerar en el rigor, no exhibir erudición, no enredarse en virtuosismos dialécticos o no exigir demasiadas lecturas. Alguien que da talleres, el tallerista, opera como una especie de pegamento social y es el artista de la socialidad. Según cómo lo miremos, dependiendo de desde dónde lo consideremos, el tallerista podría ser un actor imprescindible, siempre atento al cuidado de los afectos y los efectos que se movilizan en el espacio del taller. Si el auditorio ya es social enterteiment, el taller podría devenir en terapia social. En el taller hacemos cosas, pero sobre todo las hacemos juntos y eso parece calmar la ansiedad de muchos. Me parece que no es suficiente y que algo falta. ¿Falta algo?

En el modelo taller se lee poco y con prisa. Se discute menos de lo que se habla. El objetivo no es problematizar nuestros conceptos, nuestras prácticas, nuestros códigos o nuestras tecnologías. El objetivo es apropiarlos rápido y convertirlos en un tutorial. Siempre hay mucha documentación. Todo se debe registrar y subir a la red. El esfuerzo documental es admirable y enseña el camino hacia una cultura más abierta y participativa. Siempre hay plétora de fotos, vídeos, dibujos, mapas mentales y demás manualidades. En un taller siempre hay tiempo para crear, procesar y postproducir resultados. Todos hacen de todo. No hay división especializada del trabajo. Hay un precio que pagar por todo ello, pues el modo taller consume mucho tiempo  y, en consecuencia, los procesos que inaugura deben ser concentrados y cortos. En fin, que no hay tiempo para lo tentativo, lo incierto o lo imperfecto.

En su forma más paródica, los talleres son un espacio de adocenamiento donde se forma gente obediente y conformista: exploradores de salón y no de campo, cocineros de domingo y no de diario, redactores de críticas y no lectores. Decantar una receta supone implementar prácticas trasladables entre distintos ámbitos del saber, pues implica contrastar experiencias, consensuar términos o trabajar colaborativamente. Pero asomarse a las sombras exige un compromiso de mayores riesgos como, por ejemplo, aceptar que la verdad seguramente estará muy repartida y que todos, incluso los que creen tener razón, deben renunciar a imponerla. No se trata de convencer, sino de convivir: hacer posible la vida en común.  El gesto crítico implica escuchar puntos de vista muy diferentes y, huyendo del consenso que siempre fue la forma en la que las mayorías se impusieron a las minorías, construir narrativas que no sean alérgicas a lo  frágil, lo contradictorio, lo dividido y, en fin, lo plural. Ser crítico es crear mecanismos que eviten la producción de más excluidos, más minorías, más periferias, más invisibles,… los muchos afueras con los que convivimos.

Si la taylorización nos hizo eficientes y alienados, la tallerización podría hacernos funcionales y estúpidos. Y a esa nueva enfermedad podríamos llamarla talleritis. La padece gente que ya no confía en las tradiciones dialógicas y que huye de las tensiones, los intersticios y las sombras.

Antonio Lafuente
@alafuente

Laboratorio de la palabra abierta

Carla Bosserman, Relatograma (20014)

Carla Boserman, Relatograma (20014)

Transmitir contenidos ya no puede ser el motor que legitime muchas de las instituciones culturales heredadas.  La escuela, los museos, las bibliotecas, los centros culturales tienen que reinventarse en un nuevo contexto donde encontrar contenidos no sólo es fácil y barato, sino que implica prácticas informales, tecnologías distribuidas y procesos deslocalizados.

La idea de que necesitamos una tribuna desde la que transmitir conceptos, un espacio para comunicar hallazgos, un repositorio para atesorar bienes o un lugar donde reunirnos, va camino de su obsolescencia definitiva. No es que se esté esfumando la necesidad de aprender, sino que es obvio que ahora disponemos de muchas alternativas posibles.

Todas las ciudades están experimentando el impacto de las nuevas tecnologías y el despliegue de nuevas formas de sociabilidad.  Hasta no hace mucho los asuntos de Internet eran cosa de jóvenes, de ricos y de blancos.  Parecía un fenómeno minoritario, técnico y utópico.  Todo parecía reducirse a entretenimiento y consumo: ver internet o comprar on-line, era casi todo lo que se podía hacer. Pero las cosas cambian deprisa.  La salud, las finanzas, la educación, la política, la seguridad, nuestra capacidad para relacionarnos… todo parece atravesado por la cultura digital. Lo digital dejó de ser un asunto para ingenieros y está siendo la sustancia misma con la que se hace el mundo al que pertenecemos.

Las figuras del maestro, el conservador y el bibliotecario están cambiando de forma acelerada. No es que ya no les necesitemos: el problema es que ahora les estamos pidiendo otras cosas. Todos los profesionales experimentan cambios muy parecidos. Y los procesos son más acuciantes cuanto más cercanos a la tarea de seleccionar, ordenar, empaquetar y transmitir conocimiento.

Los imaginarios de la biblioteca, explica Joaquín Rodríguez, ya no encajan en la categorías del lector  y del bibliotecario. Ni tampoco es suficiente con agregar la noción de libro. Sus funciones han venido ensanchándose para adaptarse a los nuevos tiempos y  ofrecer mejores servicios a los usuarios.  Hace tiempo que las bibliotecas ofrecen cine, exposiciones, conferencias, conciertos, representaciones y encuentros. Nada hay de extraño en estos desbordamientos. Una biblioteca siempre está en crisis porque siempre está amenazada de no ofrecer la información que sus lectores demandan. O, quizás, de no ofrecerla en los formatos requeridos. No es que la naturaleza móvil de las fronteras del conocimiento desafíe la actualidad de la institución, sino que la sociedad plantea otras demandas y/o se desvía hacia otras formas de gestionar la información.

Hoy los libros deben ser navegables, etiquetables, remezclables y trasmedializables. Siempre fue así, pero nunca antes experimentamos tal circunstancia con tanta intensidad y de forma tan generalizada. Escribir hipertextos es construir con palabras espacios navegables. Si pensar en la modernidad obligaba a saber leer, escribir y exponer en público, hoy se requiere una alfabetización que además promueva capacidades para seleccionar información, habilidades para la remezcla transmedializada, aptitudes para el trabajo distribuido y, desde luego,  recursos para el trabajo colaborativo y común.

Como le pasa a los museos, tampoco la noción de patrimonio llena el concepto de biblioteca.  Demasiado seguros de sí mismos, los repositorios de (casi) toda la genialidad humana han olvidado que hay vida más allá de los libros y sabiduría más allá de los genios, los expertos y los autores.  No basta con todo lo que se imprime, ni tampoco se imprime todo lo que se lo merece. Hay mucha sabiduría que siempre quedó oculta, como también es cierto que hay mucha cultura underground que es clave para entender lo que (nos) pasa. Y no estoy hablando de economías sumergidas o de corrupción política, sino de fenómenos tan notables como el rock, el movimiento hacker, el ecologismo, el voluntariado o Wikipedia.

No transmitir contenidos, no custodiar patrimonio, no consagrar autores, no construir un canon… Todo eso parece poco, sin que sea despreciable. ¿Y entonces?  ¿Qué pedirle a las bibliotecas?  ¿Podrían reinventarse para, como lo fueron en su origen, ser de nuevo uno de los emblemas de su (nuestro) tiempo y una infraestructura básica del espacio público?  La escuela, el museo y la biblioteca, como sucede en la Biblioteca Libre Entre Líneas, tienen que evolucionar hacia una noción de la cultura menos patrimonial y más abierta, menos vertical y más participativa, menos elitista y más urbana, menos planificada y más distribuida, menos canónica y más experimental, menos disciplinar y más emancipatoria, menos consensual y más discrepante, menos representativa de los anhelos de la clase dirigente y más sensible a la diferencia común y, en fin, menos machista, xenófoba, clasista, racializada, central, universal… Y, de verdad, todavía podría prolongar el listado. Pero no es necesario.

Abramos entonces sus puertas, pero no para que llegue la gente a beber de sus inagotables fuentes.  Abramos sus puertas y ventanas para que el afuera invada sus anaqueles, para que el rumor de la urbe vibre en sus salas.  Liberemos la biblioteca de su aburrida arrogancia, liberemos las palabras de su dueños imaginarios, introduzcamos al concierto los instrumentos bastardos, los sonidos corales, las partituras anónimas, los ruidos de la calle, los solistas comunes y el canto inaudito. Cualquiera que escuche la música experimenta emociones, sin que importe la renta, el nivel o la herencia. La música es un arte generoso, incluida la que se interpreta en edificios singulares. Los museos y las bibliotecas, sin embargo, son  instituciones exigentes: no suenan a nada, salvo que llegues con muchos años de formación y mucha disposición para el esfuerzo. La música siempre es un poco de todos, cualquiera puede experimentarla, todos podemos sentirla.  Las letras, en cambio, siempre son de otros y siempre requieren de un corrector de pruebas, de estilo, de sentido, de… autoridad.  La música podría sobrevivir  sin los expertos, los virtuosos, los críticos, los sabedores y los marchands.  ¿Y las palabras?

La palabra abierta también. La palabra que llamamos habla, la palabra no encuadernada, la palabra sin arbitraje, la palabra que no cotiza, la palabra que somos, la palabra sin autor, la palabra inaudita, la palabra lábil, la palabra bárbara, la palabra del alma, la palabra del dolor, la palabra libre,  la palabra aérea y respirada, la palabra del hambre y la palabra honda, la palabra justa y la palabra viva, la palabra mágica, como quería Joseph Freiherr von Eichendorff y ratificó Augusto Monterroso,  para que se eleve el canto el mundo.  Todas ellas están sin biblioteca.  Todas, cada una a su manera, son un gesto hacker:  el canto que buscamos consiste en hackear  los mundos del libro y del ponente, del plano del papel y del culto a la originalidad.

Una válvula (en) común

Lo que buscamos se dice pronto: fomentar una proliferación de comunidades que encuentren en la biblioteca las infraestructuras básicas para implementar su visión del mundo.  El papel de la biblioteca es el mismo de siempre: ofrecer hospitalidad y suprimir fronteras entre las ideas y la calle.  Lo que ahora  cambia es la intensidad de este compromiso en defensa del espacio público. Y este compromiso se puede desplegar a través de muchas iniciativas.  Por un lado, las heredadas desde la Ilustración que tiene que ver con el proyecto de abrir el libro, haciéndolo accesible y cercano. Nada diremos en este documento sobre la función tradicional de las bibliotecas. Por el otro, las asociadas con nuestra propuesta de abrir las palabras.

Abrir las palabras tendría que ser la nueva función que queremos para las bibliotecas en este momento que llamamos Segunda Ilustración, también caracterizado por la emergencia de nuevos actores, nuevos media y nuevas tecnologías.

Abrir las palabras equivale a empoderar a los ciudadanos con todas las prácticas, protocolos, estándares, códigos y dispositivos que les permitan hacer visibles sus propias propuestas, lo que implica apostar por un ensanchamiento sin precedentes de la esfera pública.

Abrir las palabras implica también suprimir las muchas fronteras, tan innecesarias como injustas, que hemos creado entre el mundo del autor y el del lector, entre la palabra culta y la palabra profana, entre  el mundo de la producción y el del consumo, entre los textos y las imágenes, entre los códigos y los contenidos, entre la oralidad y la textualidad.

Abrir las palabras supone hacer frente a los muchos procesos históricos de injusticia espacial y medioambiental. Muchas cosas pueden ser de otra manera y su cambio puede y debe prototiparse en abierto y en beta.  Abrimos las palabras para ensayar nuevas formas de ciudadanía y promover un dare aude! que complemente y refuerce el sensire aude! proclamado por Buffon y el posterior  sapere aude! kantiano

Abrir las palabras es hacer que vibren nuestras ciudades y rescatarlas de su deriva postpolítica para que vuelvan a ser el ámbito originario de la creatividad, la urbanidad y la libertad.

Abrir las palabras  es un proyecto que hemos reunido en un bouquet con cinco flores: bookcamping, educación expandida, neocartografías (también aquí), nuevas oralidades y taller de prototipado.