Aprender a afectarse: un enfoque procomún del trabajo social

Cada día son más los ciudadanos cuyos padecimientos no son medicalizables.  Una veces porque los males tienen un carácter multicausal e incierto (pacientes crónicos), otras porque son el efecto mismo de un diagnóstico controvertido (gentes con adicciones), a veces porque se trata de males huérfanos y, con frecuencia, porque son efectos de situaciones de dependencia, pobreza o  exclusión. No ser medicalizados implica que nuestros sistemas de salud tienden a inhibirse porque están diseñados bajo el paradigma de la curación. Tampoco es menor el impacto que tiene el alto coste que representan los pacientes crónicos para el sistema, pues por todas partes se ensayan protocolos orientados al autocuidado, tanto dentro como fuera de las instituciones.

La inexistencia de una expectativa de cura expulsa al ciudadano del sistema sanitario y lo integra en las redes de la beneficencia y protección social. La nueva relación con la administración está vertebrada alrededor del paradigma del socorro. Más que atender su cuerpo, los nuevos profesionales tienden a querer gobernar la conducta. Por supuesto, en la nueva situación se trabaja mucho la gestión de las culpas, la autoestima, las inseguridades y demás formas de fragilidad  y/o subordinanción. Nunca hay que desdeñar del todo que predominen entre los benevolentes actitudes más tutelares que cooperativas y menos horizontales que jerárquicas. Incluso en situaciones tan atípicas, dolorosas o extremas, puede mostrar su rostro más duro el gesto experto, siempre arrogante, casi nunca compasivo y, en general, paternalista.  Pero, en fin, todo sea por la causa, pues con frecuencia nos asomamos a escenarios de mucha desesperación.  Y así todo funciona en la seguridad de que si no hay cura, al menos habrá esperanza de una mejora en la calidad de vida.

Los parámetros que definen la nueva situación ya no son experimentales, no se miden con máquinas que arrojan una medida de la temperatura corporal, la presión sanguínea o cualquier otro desajuste funcional. No ignoramos la existencia de multitud de dispositivos orientados a contar (medir y también narrar) algunas afecciones respiratorias, adictivas o alérgicas cuya etiología es confusa y controvertida. Y no hablamos sólo de enfermedades, sino de las derivas que tratan de arquear el llamado quantified self. Por más que se expanda la cultura de la auditoría, siempre habrá nociones o configuraciones cuya complejidad será difícil reducir a variables cuantificables.

La calidad de vida, por ejemplo, no es un concepto experimental y global, sino experiencial y comunitario. Cualquiera que quiera comprender lo que (nos) pasa tiene que entender lo que decimos con nuestras propias palabras. No hay estándares de obligado cumplimiento, ni lingüísticos, ni técnicos.  Para conocer(nos) hay que escuchar(nos).  Ahí está la gracia porque al escucharnos reconocemos en el dolor ajeno el nuestro propio, y así admitir que las otras formas de contar el problema, sin dejar de ser singulares, pueden ser compartidas o, en otras palabras, no necesitan ser objetivas para ser validadas.

Si quienes escuchan reconocen su cuerpo en las palabras ajenas, entonces, la conciencia del cuerpo singular es una condición emergente entre quienes se afectan mutuamente.  ¿Y si tener un cuerpo consiste en aprender a afectarse? Cabe entonces la posibilidad de que la condición de afectado no sea el efecto de un diagnóstico, una catalogación, una etiqueta o una cifra.  Cabe la posibilidad, decimos, de que la afección sea fruto de un aprendizaje y no la consecuencia de una demostración.  Cabe la posibilidad, insisto, de que lo expertos no sean imprescindibles y de que su presencia sólo la podamos entender como mediación, como facilitación y como donación.

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Tenemos muchos ejemplos a favor de nuestro argumento. Desde Alcohólicos Anónimos y otras formas de adicción hasta las luchas de los enfermos mentales por sacudirse el estigma de un diagnóstico o de los afectados por el llamado síndrome de la Guerra del Golfo para transformar sus conjeturas en un dictamen. En todos los casos, la solución del problema ha partido de una puesta en común, una forma de  asambleamiento, de problemas, personas, dispositivos, conceptos y formas de organización. Estamos hablando de estructuras entre pares (concernidos), de organizaciones distribuidas (sin centro), de prácticas mutualistas (socializadoras) y de experiencias polifónicas (plurales).  En todos los casos nos referimos a colectivos que han tenido que configurarse como comunidades de aprendizaje que trabajan con el único material seguro a su disposición: lo experiencial.

Lo experiencial siempre es un material abundante.  Todo el mundo tiene mucha experiencia sobre los que le pasa y ninguna experiencia es más valiosa que las demás, salvo que esté contrastada en común.  Todos somos expertos en experiencia. Todos podemos aprender a ser expertos en experiencia. Pero la experiencia siempre fue catalogada de circunstancial, contingente, caprichosa, prejuiciada, inestable, personal y sesgada. La lista de calificativos con los que ha sido desechado su valor cognitivo es interminable.  De hecho saber algo, saberlo bien, era algo que se conseguía mediante gestos que deslocalizaban, descontextaliazaban y descorporeizaban los conocimientos. Desarraigar era imprescindible para objetivar y, en consecuencia, nada era más contrario a la tarea de producir conocimiento que permitir la presencia, siquiera entre líneas, de lo local, lo cultural o lo personal.  Pero lo que vale para tratar lo que pasa, casi nunca sirve para narrar lo que (nos) pasa.

Los expertos en experiencia son insustituibles porque hablan de lo que nadie conoce mejor que ellos. Mas aún, si ya han sido de una u otra forma desahuciados por las instituciones, cualquier mejora en su calidad de vida tendrá que proceder de su habilidad para transformar el material desechado en los laboratorios en la materia con la que construir un relato que les permita recolonizar su propio cuerpo mas allá de los imaginarios que lo han estigmatizado como inútil, discapacitado, incurable, adicto,  distópico o crónico. Recolonizar el cuerpo es tanto como decirlo con palabras que no pertenezcan al discurso experto y que resistan el dictum biopolítico. Es sentirlo, nombrarlo y contarlo con un lenguaje nacido de la experiencia compartida de ese aprender a afectarse.

El enfoque procomún no pretende explorar los senderos del conocimiento abierto o las prácticas de la medicina participativa. Nada es más procomunal por ser más abierto.  La participación, el nuevo imperativo de nuestras sociedades democráticas, tiene por desiderátum mejorar la funcionalidad del sistema, público o privado. No falta quien aprendió a desconfiar de los proyectos que presumen de abiertos y/o participativos. Sabemos de muchos casos en los que la acción de abrir y/o participar sólo son las autopistas que conducen al robustecimiento de nuevos regímenes de propiedad y de privatización de lo público.

El enfoque procomún aspira a promover y provocar comunidades vivas que entre todos y con las sobras construyen el material que los sostenga como interlocutores confiables en el espacio público. Son los públicos que promueven la innovación social y ensanchan la democracia.  Aprender a afectarse es aprender a vivir en comunidad e implica ensanchar el perímetro de lo público y disolver las líneas imaginarias que dividen el mundo entre capaces y discapaces, entre expertos y profanos y, en fin,  entre los gestos institucionales y los extitucionales.

Antonio Lafuente
@alafuente

Hacer el amor con la ciudad

citylove_aryz-ul-pomorska-67-lodz-poland-www-galeriaurbanforms-orgTodos merecemos una ciudad un poco mejor que la que tenemos. Y cuando ya somos cuatro mil millones los humanos que las habitamos, no es extraño que cada día susciten mayor atención.  La urbe se expande bulímica y no parece conocer límite su despliegue vertiginoso. Entenderlas se ha convertido en una empresa desmesurada. Pero nosotros no queremos escribir como lo hacen los geógrafos o los sociólogos. Vamos a medirnos con lo obvio: sólo con lo que (nos) pasa y muy poco con lo que pasa. Queremos subrayar lo experiencial antes que lo experimental.

Las ciudades son un artefacto colosal que regula, modula, condiciona y asfixia, pero que también amplia, extiende, potencia o multiplica nuestras posibilidades. Es prácticamente imposible escapar a su ubicuidad e influjo. Pero siendo entes tan cercanos, nos han enseñado a tratarlas como si fueran volcanes o mares, como si nada pudiéramos hacer para modificarlas. ¿Debemos seguir habitándolas como si las dificultades que experimentamos fueran irresolubles? ¿Tenemos que aceptarlas tal como las encontramos? Admitámoslo con modestia: errores de diseño que no le permitiríamos a un medicamento, a un juguete o a un programa de software, nos los tragamos en la urbe sin protestar. ¿Hay alternativa para esta indolencia? Es verdad que la escala de nuestras ciudades puede paralizarnos. Y si vemos la ciudad como algo tan grande que nos desmoviliza, ¿cómo podremos amar algo que sobrevive en medio de tanta indiferencia? Nuestra propuesta, sin embargo, está clara: no sólo podemos amar nuestra ciudad, sino que podemos hacerle el amor. Y te lo vamos a explicar.
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Sabemos que para muchas personas es más fácil enamorarse de una ciudad ideal cualquiera; es decir, de un concepto rotundo antes que del espacio destartalado que transitamos. Y quizás sea comprensible, porque en una ciudad perfecta es tan fácil tener garantizados los derechos, como abastecer nuestras necesidades con solo abrir un grifo, bajar a la compra, caminar hasta el teatro, jugar en los columpios o deambular por las calles entre escaparates repletos y rostros satisfechos. En la ciudad que vivimos, en cambio, no hay sitio para aparcar y cualquier extraño con prisa puede maldecirte por haberlo tropezado. Vivimos entre humos y atascos, con salarios enclenques y con vacaciones poco reparadoras para lo que nos merecemos.
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Nosotros nos vemos obligados a elegir entre alguna de las dos posiciones. Y lo reconocemos sin pudor: amamos las dos ciudades, la utópica y la distópica, pues ambas comparten el mismo espacio: coexisten y se interpenetran. No es que la ciudad, como dice Jaime Lerner, deje de ser el problema para contener todas las soluciones. Es otra cosa, implica otro gesto. Llamadnos frikis si queréis, pero nosotros no desertamos de una pasión por la ciudad que no se conforma con amarla, sino que también reclama el derecho a ser correspondido.

Amar una cosa tan descuidada o desigual puede parecer descabellado, pero nosotros vemos otras cosas. En la ciudad encontramos una asombrosa producción del ingenio colectivo. Os confesamos el secreto: descubrir en cada esquina muchas decisiones inteligentes. No hay que compartir los valores que las inspiraron, ni las prácticas que las hicieron posibles, para admirar la voluntad de construir el entorno material que por antonomasia da soporte a nuestras relaciones. La ciudad nos hace posibles como comunidad, y eso es tan fascinante y público como evocador y enigmático.
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Somos muchos. Tantos y tan diversos, que es poco probable que todo se desarrolle entre sonrisas, mientras compartimos el espacio y nos prestamos ayuda mutua. Pero una buena ciudad debería intentarlo siempre. Tendría que ser hospitalaria. Debería ayudar a que la convivialidad se consiguiera sin heroísmos, con poco esfuerzo: el invento ciudad funciona cuando sus infraestructuras no sólo son usables, sino que nos cuidan. Igual que a una cama le pedimos que regenere nuestra espalda mientras dormimos, también esperamos de nuestras ciudades que nos ayuden a estar alegres, sanos y cultivados.

Nadie discute la grandeza de este gran artefacto que llamamos ciudad. Su factura es cosa de siglos y siempre ha reclamado mucha determinación generacional para que funcione. La hemos construido entre todos, poco a poco, paso a paso, con tenacidad y multitud de herramientas. Porque la adaptación a la vida urbana requirió una particular relación con el espacio tan sensible a las necesidades de momento como atenta a los deseos de futuro. Los humanos urbanos ponen en marcha infraestructuras para compartir recursos y conocimientos que sólo tienen sentido como empresas colectivas, ya sean hospitales o parques, ya sean mercados o fiestas. La iluminación, la salubridad o la fluidez de nuestras calles son bienes tan queridos como compartidos. Es cierto, la ciudad es inimaginable sin la solidaridad. Y esta relación tan elusiva es emocionante. ¿No es conmovedor lo mucho que nos necesitamos y lo importantes que somos unos para otros?

Se nos escapa la alquimia implícita de ese “ayudarnos sin darnos cuenta”. Discurrimos por las calles en modo individual(ista). Pensamos la urbe como un mero espacio de tránsitos cansinos y  como redundantes, donde cada día repetimos el trayecto que une el lugar de trabajo con el sitio donde vivimos. Y poco más: trabajar, descansar, tener algunos ratos de ocio a la semana y desplazarnos hasta los lugares donde nos distraemos. Así es como habitamos la urbe, y así es como la diseñamos. La ciudad ha sido pensada por técnicos y políticos, y en las últimas décadas por las corporaciones financieras y/o inmobiliarias, sin implicar otros gradientes, ni mediar distintos agentes. Así las cosas, todo está gobernado por el santo Grial de la eficiencia en los transportes y, en el mejor de los casos, por el reparto relativamente equilibrado de otros recursos y servicios. ¿Sólo gestión técnica?  Podemos respetar la burocracia sin necesidad de querer que la ciudad sea una producción tecnocrática. ¿Hay más? Si la respuesta fuera sí, somos tan frikis que también nos conmueve la mucha sabiduría que hay en este prosaísmo aparente.
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Nos gustaría contagiaros la emoción que nos producen tantos siglos dedicados a garantizar esta honrosa empresa de la vida en común. No importa que veamos muchas inconsistencias y fallos, pues también hay cierta poética en la tozudez con la que nuestras ciudades se equivocan o desquician. El asunto es que la ciudad se articula conectando funciones a sitios donde se hacen las cosas productivas, y eso nos mete de lleno en un juego tan invisible como sofisticado:  crear con nuestros pasos el espacio que hay entre la vivienda que habito  y el trabajo que ocupo y, de la misma manera, desde el que separa el trabajo con el polideportivo, con la escuela y vuelta a empezar, salvo que al día siguiente tendremos que incluir una visita al médico, al cura o al abogado. Nos hemos hecho insensibles a toda la exuberante riqueza de lo que hay entre medias, a lo que sucede en los márgenes de esos puntos imaginarios de la trayectoria y alrededor de ese goteo de pisadas que da sentido al sistema completo o, con otras palabras, que crea lo urbano. Y al olvidarlo nos conformamos a una ciudad utilitaria, pero aburrida (antesala antropológica y etimológica de aborrecida, dos términos que tienen la misma raíz latina, abhorrēre).

Lo repetimos: la indolencia no es un destino inapelable. No tiene que ser así. Nadie nos obliga a ser predecibles, sosos o convencionales. Podemos intentar otra manera de vivir la ciudad. Lo diremos sin paliativos: podemos hacer ciudad. Lo que sigue, es una invitación a explorar la ciudad de otra manera. Queremos mostrar que hay más maneras de habitarla que las asociadas a ese aburrimiento funcional que estamos denunciando. Hay maneras de sentir la ciudad que la asocian con ideales de justicia, convivialidad o higiene. Hay formas de transfigurarla si logramos acompasar nuestro paso con nuestro deseo. Ya lo anunciamos en el título de esta pieza. A la ciudad hay que amarla como es y no como profetas de un romanticismo en clave de fuga. Lo que intentamos es hacer nuevas ciudades que podamos amar desde lo que ya tenemos.

¡Seamos realistas y hagámosle el amor a nuestra ciudad! ¿Que cómo se hace eso? Pues proyectando, es decir, observando no sólo la realidad sino también sus posibilidades y perdiendo el miedo a intervenir, convencidos de que la ciudad donde vivimos nos pertenece y podemos hacer que se parezca a nosotros. Es tan fácil como decorar a tu gusto la habitación donde vives y tan complicado como pactar los arreglos decorativos del salón que compartes. Así es como procedemos en los huertos urbanos, en las transformaciones de espacios compartidos, en las redes de intercambio de libros o en las comunidades que tratan de hacer algo que rompa con el dictado del sota, caballo y rey, como En bici por Madrid.

Todas estas experiencias tienen mucho en común, pues todas dinamitan la línea de puntos que unen sin solución de continuidad la vida doméstica a la laboral.  Serán modestas, pero son trascendentes, si es que queremos que  la ciudad cambie cada día, que la urbe sea un espacio al alcance de nuestras manos, que las calles se “fraseen” de otra forma, que cuelguen de las esquinas otros recuerdos. También se cuida de la ciudad cuando hacemos cosas con ella, cuando la ponemos de fiesta, siempre que la hacemos impredecible, cada vez que la sentimos diferente. Igual que el lenguaje se pone de fiesta con las metáforas apropiadas, las ciudades vibran con nuestro devenir bohemio, experimental o rebelde. Nuestras ciudades nos pertenecen y todos los años hay que sentirlos con nitidez. Las calles, las plazas y los parques, el metro, las bibliotecas y los templos, como también sus atmósferas, mobiliario y ordenanzas son nuestros. Pero no basta con saberlo. De nada sirve leerlo, que nos lo cuenten o que te lo declamen. Hay que habitarlas, hay que compartirlas, hay que quererlas. Tenemos que usarlas, cambiarlas y explorar sus posibilidades.

Lo diremos de una vez: hay que experimentar la alegría de tener un amor y de hacer cosas juntos. Tenemos que enredarnos con la urbe, como quien la baila. Que los poetas le canten, mientras ensayamos con nuestras pisadas otros fraseos, distintos atajos, diferentes roces, y así ensayar otras maneras de sentirla, recorrerla y poseerla. Hacerle el amor a la ciudad no tiene por qué ser una tarea continua, puede ser un flirteo, un rato de seducción o una noche de pasión. Ten cuidado y no la menosprecies, pues después de probarlo, te quedas enganchado.

Hay urbanistas que identifican la ciudad con un ordenador, y lo que sucede en su interior con los programas que una vez instalados te permiten ejecutar tareas. A nosotros nos gusta esa metáfora porque en el acoplamiento de una cosa con la otra se visualiza “el giro”, ese “gran momento” donde el ayuntamiento se consolida y la  super materialización de los cuerpos enredados con las plazas y de la carne revuelta con el asfalto. De pronto todo tiene sentido: pertenecemos a la ciudad, de la misma manera que nos pertenece. No como propietarios, sino como amantes. La ciudad entonces sirve para algo y para alguien.

Hacer el amor con la ciudad es instalar nuestros propios programas. Personalizar el escritorio para jugar, para trabajar, para conversar, para pasear por internet. Es domesticarla con nuestras reglas, que no anulan las del resto. Todos podemos hacer que nuestras ciudades sean un artefacto maravilloso. No importa lo tremendas que parezcan, ni lo frágiles que les parezcamos.

¿Un artefacto maravilloso? Sí, hagamos el amor con ellas.

Aurora Adalid
@auroravolant

Antonio Lafuente
@alafuente